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Viernes, 25 de Julio de 2025
Novedades editoriales

Extracto del libro 'Señor Director, memorias desde el antiperiodismo' de Mirko Macari

Mirko Macari

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"Señor Director" (Mirko Macari, editorial Planeta, 2023).
"Señor Director" (Mirko Macari, editorial Planeta, 2023).

Interferencia comparte un adelanto del libro del ex director de El Mostrador, Mirko Macari, publicado por Editorial Planeta. Este extracto es parte del primer capítulo, titulado El desplome de las instituciones y las claves del nuevo ciclo.

El secreto del cambio no se encuentra en enfocar la energía en combatir lo viejo, sino en construir lo nuevo.

Sócrates

Fue en una de mis primeras clases en la escuela de Periodismo cuando el profesor Mladen Yopo dijo: “Información es poder”. Entonces, una voz interior me recorrió el circuito neuronal: “¡Tate!, esto es lo mío”, pensé de inmediato. 

Desde ahí, en mi paso por los medios siempre me obsesionó la pregunta por el poder. Y sobre todo por el poder que tenemos los periodistas y los propios medios de comunicación. Por supuesto, mi gran paradigma al respecto era el caso Watergate. En la universidad  leímos el libro y vimos la película Todos los hombres del presidente. Me resultaba épico eso de que unos reporteros agudos (Bob Woodward y Carl Bernstein) y un periódico firme y determinado respaldándolos en su investigación (The Washington Post) levantaran un caso hasta terminar con la renuncia de un presidente (Richard Nixon) antes del fin de su mandato. Eso, ni más ni menos, en una potencia mundial como Estados Unidos, que, por entonces, además, lideraba uno de los dos bandos de la Guerra Fría, que tenía a Vietnam, a su vez, como uno de los principales escenarios del conflicto. Si Chile estuviera en medio de una guerra y aparecieran antecedentes sobre corrupción de un presidente, ¿algún periodista o medio podría hacer la denuncia sin ser acusado de traición a la patria? Eso me preguntaba entonces y mi respuesta era un no rotundo. “No, en este país no se puede”.

La prensa de la transición, salvo excepciones marginales, habitaba en un aire de solemnidad y respeto a los poderes institucionales que me parecía entre rastrero y aburrido (buena parte de esa prensa era, y es aún, partícipe de esas instituciones, por cierto).

Era el Chile de mediados de los noventa. Por entonces, el tono y marco de la conversación pública no tenía nada que ver con el de ahora. Todo era como caminar sobre huevos. La prensa de la transición, salvo excepciones marginales, habitaba en un aire de solemnidad y respeto a los poderes institucionales que me parecía entre rastrero y aburrido (buena parte de esa prensa era, y es aún, partícipe de esas instituciones, por cierto). Era un Chile ordenado, vertical, más bien gris y timorato, como Juan Herrera, el personaje de la serie Los 80.

Aunque con algunos movimientos interesantes, como la gran foto en pelota de Spencer Tunick en el 2002, en el Chile de esas dos décadas, la del noventa y la de los dos mil, el poder estaba en lo grueso —qué duda cabe, como diría el expresidente Lagos—, en esas estructuras institucionales, tanto públicas como privadas. Poder legal (de derecho) y fáctico (de hecho). Y sus rostros eran un puñado de personajes que conformaban la elite política, económica y social, algunos bastante inamovibles y repetidos.

Tal como nos dijo una vez el exdirector de la Secretaría de Comunicaciones de Frei Ruiz-Tagle, o Secom, Pablo Halpern, en una reunión con los periodistas de la revista El Sábado en el casino de El Mercurio por ahí por fines de los noventa: “En Chile se juntan veinte prohombres a puertas cerradas a decidir para dónde va el país, y el país va a para allá”.

En esos veinte años, que corresponden a los cuatro gobiernos de la Concertación por la Democracia, de Aylwin a Bachelet 1, había ciertas reglas claras para responder a la pregunta de dónde está el poder. Ibas a la UDI y tenías a Pablo Longueira y Jovino Novoa, no siempre muy de acuerdo entre sí. De hecho, cuando rodó cuesta abajo la candidatura de Laurence Golborne en 2013, Pablo, que era ministro de Economía, pidió que lo llamara Jovino para asumir el desafío de ir a la primaria en representación de la UDI. Una señal de que no habría asesinatos en el peaje entre los padrinos del gremialismo. Entre el alma popular y el alma empresarial del que era entonces el partido clave del sistema político de la mal llamada transición.

Como miembro de número tardío en el partido del orden, Escalona motejaba entonces a quienes empezaban tímidamente a hablar de asamblea constituyente como “fumadores de opio”.

En el primer gobierno de Michelle Bachelet, cuando la presidenta constató el fracaso de su cacareado gobierno ciudadano y su Secom, Juan Carvajal construyó la tesis del femicidio político para consuelo de las bachelovers; el queque se cortaba entre Andrés Velasco y Camilo Escalona: la tecnocracia de Expansiva liderada por el ministro de Hacienda y la Nueva Izquierda del PS, que había pasado la máquina copando el Estado de leales al caudillo de La Cisterna. Como diría Pepe Auth, en un mea culpa por el caso de operadores políticos en ChileDeportes, “tenemos cuoteados hasta los juniors”. Como miembro de número tardío en el partido del orden, Escalona motejaba entonces a quienes empezaban tímidamente a hablar de asamblea constituyente como “fumadores de opio”.

En los medios, Copesa era un portaviones que, con diarios, revistas y radios, manejaba la pauta y Álvaro Saieh hacía bailar a su ritmo, incluido Ciper, a buena parte del establishment. La entrevista matutina de Nicolás Vergara en Hablemos en off, de radio Duna, era un ticket al salón VIP del poder.

El primer semestre de 2009 La Tercera cubrió con fuerza a MEO para debilitar a Frei de cara a la presidencial de fin de año, pero ya en el segundo semestre le informaron que le quitarían protagonismo, porque no iban a poner en riesgo el triunfo de Piñera. Nada personal, eran las reglas del juego y todos las sabían. Mal que mal, daban algo escaso hoy en día: certezas.

La desaparecida revista Qué Pasa hacía por entonces su esperado ranking de los poderosos “Top 100”, donde la tecnocracia económica posgraduada en la Ivy League de Estados Unidos tenía membresía asegurada.

Y la encuesta del Centro de Estudios Públicos, encabezado por el entonces primus inter pares del gran empresariado, Eliodoro Matte Larraín, era el partidor para cualquiera que aspirara a correr en la presidencial. Estar dentro te daba calor y vida, pero quedar fuera de esa medición era como sentir el frío de Siberia. Ser invitado a las reuniones a puertas cerradas en la casona de Monseñor Sótero Sanz, ahí, al lado de la Nunciatura Apostólica en Providencia, te confería estatus de poderoso, sin duda.

Tras esas señoriales paredes se cerró el acuerdo que puso fin al MOP Gate, un caso de malversación de fondos fiscales que amenazaba con finiquitar antes de tiempo lo que algunos entusiastas desinformados denominaban por entonces “el primer gobierno socialista desde Allende”. Concurrieron ahí no más de veinte personeros, tal como nos había relatado Halpern, entre los que se contaban el entonces presidente de los empresarios, Juan Claro; el timonel UDI, Pablo Longueira; los asesores del mítico segundo piso de Lagos, encabezados por Ernesto Ottone; el ministro del Interior José Miguel Insulza y los técnicos del CEP, respaldados por el peso del apellido Matte.

El Arzobispado aún giraba a cuenta de su rol en materia de derechos humanos durante la dictadura para presionar en materia de políticas públicas de salud, como cuando evitaron que su canal, el 13, y otros, emitieran la publicidad de preservativos para combatir el VIH.

La orden de dar un carpetazo al caso bajó desde arriba, jerárquica, piramidal, y aunque más de alguien pidió explicaciones en privado, ningún naipe se cayó del castillo. Ni en los partidos, ni en el Congreso, ni en los tribunales o la prensa. La Tercera y su director, Cristián Bofill, tuvieron que mascar el polvo de la derrota y dejar de apalear domingo a domingo a La Moneda con la información que le filtraba la ministra investigadora de la causa, porque la máxima era cuidar la estabilidad de Chile. Nada peor para eso que la mera posibilidad de que Ricardo Lagos no terminara su mandato, como se atrevió a escribir un prestigioso columnista dominical que hasta hoy opina en clave noventera.

Si se trataba de opiniones y análisis con impacto en el juego, ahí estaban Enrique Correa y Eugenio Tironi, símbolos de la generación MAPU que encabezaba el Estado, pero con corredores de ida y vuelta hacia el mundo privado y los medios. Y es que el gran artefacto de época eran las agencias de comunicación y lobby como industria intermediadora de la influencia.

De la Iglesia ni hablar. El Arzobispado aún giraba a cuenta de su rol en materia de derechos humanos durante la dictadura para presionar en materia de políticas públicas de salud, como cuando evitaron que su canal, el 13, y otros, emitieran la publicidad de preservativos para combatir el VIH. Con solo chasquear los dedos, los monseñores podían detener con tono de gran escándalo las jornadas de educación sexual en escuelas públicas (Jocas) y hacer declaraciones contra la píldora del día después, las reivindicaciones de las minorías sexuales y los discursos más progres sobre el rol de la mujer. A los ojos de hoy nos pondríamos colorados y pensaríamos que eso es más propio de una tribu africana animista que de un país perteneciente a la OCDE. Aunque era real y esa era la normalidad.

Pero, a partir de 2011, este escenario de un mundo sólido devino paulatinamente en líquido. Ese mapa del poder tambaleaba, pues el terreno se puso cada vez más pantanoso.

Fernando Karadima y Renato Poblete crucificaron el poder de la Iglesia católica chilena para siempre. La lápida la puso la misma visita del papa argentino en enero de 2018, que, para subsanar su propia crisis de opinión pública, terminó descabezando a toda la curia chilena.

Las colusiones (farmacias, pollos, papel higiénico y otras) fracturaron la influencia sin contrapeso que siempre tuvieron los grandes empresarios. La impunidad de las boletas ideológicamente falsas golpeó en el suelo la credibilidad de los partidos políticos, del Congreso, de los tribunales y de la fiscalía.

Como periodista, elegí para este libro algunos de los muchos casos que han estado en la agenda mediática en los últimos años para graficar el vaciamiento del poder institucional. Mi intención es describir un fenómeno, más allá del juicio de valor sobre el mismo.

El mayo feminista de 2018, y sus marchas de pechos al aire, nos instaló de lleno y sin vuelta atrás en el #Metoo y la cuarta ola feminista. Y se llevó de la primera línea a personajes tan diversos como Fernando Villegas, Nicolás López y otros, instalando un potente cambio cultural en materia de género y sexualidad sin precedentes desde la revolución de los anticonceptivos en los sesenta.

Cosas que ocurrían siempre en la opacidad, incluso por siglos, como los abusos sexuales en la Iglesia, ya no se sostienen en una sociedad masivamente digitalizada que se parece mucho más a una casa de vidrio donde todos caminamos desnudos. La máxima que esbozó Eugenio Tironi en El Mercurio a comienzos de los noventa —el poder siempre tiene secretos— no va más.

Este cambio lo empecé a notar de modo concreto, semana a semana, en la clásica reunión de pauta que tenía con mi equipo de periodistas, la que encabecé todos los lunes como editor y director de El Mostrador, entre 2008 y 2017.

Dice el sociólogo Max Weber que “el poder es la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aun contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad”. Y ese poder, aunque legal e institucional, ya no cumple esa regla. No funciona sin un cuarto oscuro. Una sala como aquella del CEP en 2003, donde no hubo filtraciones, cámaras ni intrusos y que permitió ponerle punto final de facto al MOP Gate.

Como periodista, elegí para este libro algunos de los muchos casos que han estado en la agenda mediática en los últimos años para graficar el vaciamiento del poder institucional. Mi intención es describir un fenómeno, más allá del juicio de valor sobre el mismo. De las clases de Introducción al Derecho que tuve con Carlos Peña, me quedó a fuego esa distinción lingüística de Kant “entre lo que las cosas son, y lo que deben ser”.

En mayo de 2019, los tres poderes del Estado concurrían, tal como lo señalan las normas constitucionales, al nombramiento de un nuevo ministro de la Corte Suprema. La elegida, respetando las antigüedades, fue la ministra Dobra Lusic. Senadores de gobierno y oposición dieron su venia al nombre que había escogido el presidente, de entre la quina que recibió de la Corte Suprema.

Ahora eran veinte mil o doscientas mil cuentas de Twitter que no se conocen entre sí, pero coinciden con su energía en un punto: algo que les gusta o que rechazan. Y ahí se crea la realidad.

Un acuerdo político clásico, la vilipendiada “cocina” operando en forma. Eso, hasta que empezaron a ventilarse por redes sociales y medios de comunicación diversos antecedentes y cuestionamientos a la figura de Lusic. La ola digital creció con tal fuerza que senadores de ambos bloques comunicaron a La Moneda que era inviable el voto favorable. El nombre se cayó antes de ser votado. Ese mismo fin de semana el senador socialista José Miguel Insulza se quejaba amargamente en El Mercurio de este nuevo “poder fáctico”: las redes sociales, que condicionaban a la política formal y la volvían obsoleta. El poder fáctico ya no eran las veinte personas en una reunión a puertas cerradas sellando el futuro del país, como en 2003. Ahora eran veinte mil o doscientas mil cuentas de Twitter que no se conocen entre sí, pero coinciden con su energía en un punto: algo que les gusta o que rechazan. Y ahí se crea la realidad.

Esa energía resulta muchas veces incontenible. Lo comprobó también Sebastián Piñera cuando en 2018 nombró a Mauricio Rojas ministro de Cultura. Eso fue un jueves en la mañana y el martes siguiente tuvo que bajarlo. No fue una operación de la oposición la que lo botó, no. La prensa tradicional publicó un perfil de Rojas, y al final de este, en letra pequeña —no en el titular— venía una incómoda frase acerca del pasado de Chile y sobre el Museo de la Memoria. Fue suficiente. Traccionada por varios influencers de Twitter, la cuña se transformó en una avalancha incontenible.

Las redes sociales son una expresión de la ola digital, que llega para modificar radicalmente la cultura del poder y también la economía. “Internet no es un medio, es un ecosistema con nuevas reglas, jerarquías y valores”, dice el español Antoni Gutiérrez Rubí, uno de los expertos que sigo para comprender este fenómeno, quien, además de teórico cultural, es un asesor político profesional que trabaja con las manos en el barro. La fatiga democrática se llama uno de sus últimos libros, que tuvo la gentileza de mandarme.

Otro caso previo al estallido es lo que ocurrió con los medidores inteligentes de electricidad, política pública que tropezó con la nueva realidad en marzo de 2019. Estos dispositivos son necesarios, entre otras razones, para que Chile incorpore la 5G, tecnología que es uno de los escenarios de batalla entre China y Estados Unidos por la hegemonía del siglo XXI. Esta posibilita, por ejemplo, que su automóvil, estimado lector, le informe a su refrigerador cuál es su temperatura corporal, para que la cerveza que lo espera en casa esté ajustada exactamente en el punto de frío que más gratificación le provocará. La internet de las cosas también se llama.

Los medidores inteligentes tenían a favor todos los check del lobby noventero: impulsada por el gobierno de un signo, el de Bachelet; implementada por el gobierno de otro signo, el de Piñera; el respaldo de la poderosa y multimillonaria industria de la distribución eléctrica, y el apoyo unánime de la comisión respectiva de la Cámara.

Si el poder legítimo no puede ir en contra de lo impopular, simplemente ya no tiene poder. El clima de indignación ante la percepción de un “cobro abusivo” no fue medido por ninguna agencia de comunicaciones.

Bastó que el costo de arriendo de los medidores inteligentes fuera de doscientos pesos y una olvidable intervención del presidente Piñera explicando que “el usuario siempre paga todo” en un matinal de TV, para que la indignación ciudadana, expresada en el rechazo en las encuestas al mandatario, botara el castillo de naipes. Carpetazo total a la política pública. Si el poder legítimo no puede ir en contra de lo impopular, simplemente ya no tiene poder. El clima de indignación ante la percepción de un “cobro abusivo” no fue medido por ninguna agencia de comunicaciones o experto en gestión de intereses. Estos solo conocen el mapa de siempre, con los steakholders habituales.

Ese clima hipersensible ante lo que se considera “abuso” anticipaba también lo que vendría en octubre de 2019. Pero nadie lo vio venir, porque nadie lo supo medir. Nuestro paradigma economicista —el PIB es su máxima expresión— solo mide cosas materiales, bienes de consumo, ingresos, etc., cuando los cursos sobre felicidad son los más demandados en la Universidad de Harvard y todas las tendencias globales giran a medir la calidad de vida, donde las subjetividades y emociones son fundamentales.

Así llegamos al estallido social y luego a la pandemia. Eventos que cayeron sobre un suelo social y político muy erosionado, incapaz de contener el aluvión.

La famosa encuesta del CEP de diciembre de 2019 nos dio mucho de qué hablar por el inédito 6 % de aprobación del presidente, pero lo más relevante, por lo estructural, era la lámina que mostraba el deterioro de todas las instituciones y su caída en picada entre 2016 y 2019. La Iglesia, los diarios, la televisión, las policías y, particularmente, el Congreso y los partidos políticos. Todos en el suelo. Hoy se han incrementado algunos números, pero lo relevante es la volatilidad estructural y el estado de la institucionalidad política, que se mantiene persistentemente en el piso.

¿Cómo se leía, entonces, este dato en el marco político del eje izquierda-derecha? Bueno, la izquierda lo leyó como un rechazo a Piñera y a la derecha que gobernaba con él. Y,  obviamente, como un respaldo a sus ideas y sus líderes, como Daniel Jadue, quien por entonces punteaba en las encuestas presidenciales. Sabemos lo que pasó en la primaria del pacto Apruebo Dignidad de ese año. Un improvisado Gabriel Boric se impuso como rostro de moderación frente a Daniel Jadue primero, y luego, como cara de la renovación frente a la ex-Concertación en la primera vuelta. El estallido se había acabado.

Ya con Boric como presidente electo, entre diciembre de 2021 y marzo de 2022, recuerdo perfectamente el clima de opinión pública, que deambulaba entre el optimismo y la esperanza. Buena parte de la prensa hablaba de un nuevo ciclo político dado el cambio generacional, con los nuevos ministros y ministras recién presentadas en sociedad. Sospecho que hoy nadie se acuerda de eso. La máxima de Bachelet de que gobernando “cada día puede ser peor”, se aplica también al actual gobierno.

Si hay un síntoma nítido del estado de descomposición y decadencia de la política es el Congreso, fiel expresión de la ausencia de liderazgos, la hiperfragmentación y una polarización histérica.

Mi conclusión, que no tiene más pretensión que ser mi propia explicación de un proceso social y político de cómo ha cambiado el país en las últimas décadas, es que estamos ante un problema estructural que no se modifica al cambiar un presidente del signo político de un gobierno por el de otro. Es más, venimos en un movimiento pendular entre izquierda y derecha desde 2006 en adelante, con el electorado dando bandazos, eligiendo gobiernos con escaso poder. Siempre el siguiente es más débil que el anterior. Y, que a poco andar, enfrentan eventos que los liquidan y de los cuales ya no se recuperan políticamente, con lo que el resto del periodo se vuelve una agonía permanente. Bachelet 2 terminó con Caval, Piñera 2 con el estallido, Boric pareciera que con el plebiscito del 4S.

El ideario portaliano de una presidencia fuerte, respetada e impersonal, casi monárquica, es solo un buen recuerdo para los historiadores, pues en la práctica estamos ante un parlamentarismo de facto. 

Si hay un síntoma nítido del estado de descomposición y decadencia de la política es el Congreso, fiel expresión de la ausencia de liderazgos, la hiperfragmentación y una polarización histérica, funcional a la lógica de la telepolítica y el espectáculo en los medios, que son el gran encuadre del día a día.

Las acusaciones constitucionales, tiradas a la “chuña” en un gobierno y otro, son síntomas de este clima. El Ejecutivo es como un barquito de papel, a la deriva, en un océano tormentoso de problemas complejos, propios del siglo XXI, como la inmigración descontrolada, el crimen organizado trasnacional y el narcotráfico, economías en proceso de desglobalización (como señala Ian Bremmer) y una ciudadanía irritada, que espera soluciones concretas a problemas urgentes, y que el sistema político en su conjunto no es capaz de satisfacer.

El mismo termómetro, la CEP de mayo de 2019, mostraba que solo un 19 % de los ciudadanos se identificaba con uno de los partidos políticos desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda. Es decir, la mayoría de los electores, sin referentes ideológicos del pasado, eligen al siguiente gobernante más como rechazo al anterior.

El juego político se alimenta, además, de incentivos perversos: quienes son oposición deben tratar de liquidar a quien está en el gobierno a como dé lugar, pues su acceso al poder y a repartirse los suculentos cargos en el Estado, depende de eso. Mismo Estado burocrático, que desde la Colonia se organiza sobre la base del inmovilismo y la desconfianza. Me bastó un semestre de Derecho Administrativo con don Arturo Aylwin para comprender que con esa estructura no hay innovación ni cambio posible.

La nueva constitución, su aprobación o rechazo, fue una agenda muy intensa de los grupos más politizados e ideológicos, que creen que todo depende de lo que diga o no ese cuerpo legal. Esos grupos de fervorosos convencidos de la verdad A o B, mantienen viva su propia guerra fría.

Solo días después del estallido, César Hidalgo, destacado académico chileno del MIT, hizo una encuesta digital sobre las cuestiones que más demandaba la ciudadanía entonces. Buenas pensiones, cárcel para delitos tributarios, transporte gratis para la tercera edad, baja del precio de los medicamentos, aumento del sueldo mínimo, reducción de la dieta parlamentaria y un largo etcétera, que incluía una nueva constitución.

Sin embargo, el acuerdo político del 15-N solo contemplaba el mecanismo para generar esa nueva constitución. Los meses siguientes, todo el sistema político giró exclusivamente en torno a eso y luego a las urgencias instaladas por la pandemia.

Soy de los que cree que, efectivamente, el país requiere de una nueva constitución porque la del ochenta fue diseñada en Guerra Fría, para un contexto histórico y social profundamente distinto al de hoy. Pero no creo que sea más urgente para el chileno medio —“el pueblo”, diría algún político con nostalgia sesentera— que los problemas de seguridad, los precios de los alimentos y servicios, la salud pública, las pensiones y otra serie de cuestiones cotidianas y prácticas.

La nueva constitución, su aprobación o rechazo, fue una agenda muy intensa de los grupos más politizados e ideológicos, que creen que todo depende de lo que diga o no ese cuerpo legal. Esos grupos de fervorosos convencidos de la verdad A o B, mantienen viva su propia guerra fría en Twitter y, aunque minoritarios, son el voto duro de autoridades electas o designadas, y por lo mismo tienen mucho poder de presión sobre estas.

Sospecho que a la mayoría de los chilenos lo constitucional les resulta bastante esotérico, lejano e ininteligible. Mal que mal, las constituciones son artefactos políticos del siglo XVIII, en el nacer de la era de la Ilustración, en sociedades donde aún no había ni luz eléctrica. El ideal ilustrado hablaba de un debate racional de ideas que ya no existe, porque pasamos de la era de la razón a la de la emoción. La cultura de la imagen y sus pulsiones ha reemplazado al pensamiento discursivo, propio de los grandes debates ideológicos del siglo pasado. 

Sospecho que el chileno medio sigue sin muchas pistas una disputa que es de elites educadas en ese formato, elites que, además, ya no tienen control sobre los cánones de prestigio y estatus del resto del mundo.

Creo que buena parte de la crisis a la que asistimos tiene que ver con seguir mirando con ojos del siglo XX la sociedad del siglo XXI. El sistema político institucional es particularmente anacrónico en este punto.

El ciudadano hoy se informa de estos asuntos casi ininteligibles a través de videos viralizados, influencers o conversaciones de WhatsApp con links de todo tipo. No sé cuántos habrán leído completo el texto constitucional rechazado, pero no creo hayamos llegado al millón. La gente ya no lee textos complejos (¡este tenía trescientos ochenta y ocho artículos!) y tampoco tiene la educación cívica para entenderlos. Esto aumenta la brecha entre política y ciudadanía de modo abismal.

De las campañas ni hablar. Analistas, periodistas y estrategas gastan ríos de tinta en los famosos programas de gobierno, que nadie lee ni a nadie le importan. Pero ellos buscan preguntas inteligentes y agudas sobre lo que dicen o no esos textos, que a la hora de gobernar se olvidan, pues la coyuntura es la que manda: todo se trata de reaccionar a la noticia más impactante del día o la semana, como un arquero que no para de tapar remates al arco.

Creo que buena parte de la crisis a la que asistimos tiene que ver con seguir mirando con ojos del siglo XX la sociedad del siglo XXI. El sistema político institucional es particularmente anacrónico en este punto. Muchos han leído los libros de Yuval Harari, pero al parecer pocos entendieron lo que decía en 21 lecciones para el siglo XXI cuando señala que “las fuerzas más poderosas que están remodelando el mundo están fuera del sistema político”. El historiador israelí, que ha vendido doce millones de ejemplares, remarca que los políticos no entienden ni les interesa entender estas energías transformadoras, aludiendo especialmente a las infotecnologías, las biotecnologías y las dinámicas entre ambas.

Harari instala el actual momento como uno de agonía de las democracias liberales, como parte del fin de las ideologías que dieron forma al siglo XX: “En 1938 a los humanos se les ofrecían tres relatos globales entre los que elegir, en 1968 solo dos y en 1998 parecía que se imponía un único relato; en 2018 hemos bajado a cero”. Así de claro.

La izquierda y la derecha (y el centro, dirán algunos) fueron la matriz que ordenó el siglo XX. Conformaban dos polos de un sistema en tensión a través del cual se daba gobierno a sociedades mucho más simples que las actuales, con arraigadas estructuras institucionales propias del mundo sólido: educación, familia, religión, fuerzas armadas, medios de comunicación, etc. Si una fallaba, estaban las otras.

Sin embargo, esa democracia construida para el mundo análogo ya no flota en la sociedad digital. Los tiempos, dinámicas y premisas de la democracia representativa no encajan en el hoy. Dice Gutiérrez Rubí que “en el siglo XX la opinión pública era la opinión publicada, en el XXI la opinión pública es la opinión compartida”. La gente no espera cuatro años para votar, vota todos los días cuando pone like, cuando aprieta compartir. Más importante aún, hemos aprendido desde la neurociencia que necesitamos los dos lados del cerebro, izquierda y derecha, integrados y no polarizados, para funcionar como seres humanos plenos. Pero la política sigue siendo un juego excluyente, reduccionista, lineal, que nos instala en la lógica de “es esto o lo otro”. Y el mundo de hoy requiere que integremos esa polaridad, dada la complejidad de los desafíos que se enfrentan, como el cambio climático. Ya vivimos en escenarios que nos dicen que las soluciones muchas veces son “esto y lo otro”.

Todo este escenario lleva en la práctica a que los poderosos ya no tengan poder. “Hoy el poder es más fácil de obtener, más difícil de usar y más fácil de perder”, escribió Moisés Naím.

Creo que el único político chileno que alcanzaba a vislumbrar un poco este movimiento de las placas tectónicas era Joaquín Lavín. De ahí sus bajadas como “el bacheletismo aliancista”, luego su declarada condición de “UDI-socialdemócrata” y su apuesta por un gobierno al estilo de “la selección chilena”. No estoy diciendo que hubiera votado por Lavín, solo que había en su táctica, sin duda, un diagnóstico interesante, ya no sobre cómo ganar una elección, sino sobre cómo gobernar este mundo líquido postideológico. Por supuesto, ser un rostro identificado con el viejo ciclo lo desgastó y le pasó la cuenta.

Todo este escenario lleva en la práctica a que los poderosos ya no tengan poder. “Hoy el poder es más fácil de obtener, más difícil de usar y más fácil de perder”, escribió Moisés Naím, algo así como el Lionel Messi de los analistas globales. Pero eso también quiere decir otra cosa: el poder está en otra parte. La energía ha salido de manera inequívoca del aparato institucional, pero este mantiene su carrocería intacta, tal como un automóvil estacionado que no tiene bencina para moverse.

“Estamos frente a un proceso más profundo: un cambio evolutivo de los sistemas de pensamiento que configuran la cultura, y que hace tiempo están colisionando con sistemas sociales y políticos arcaicos que no generan la capacidad de expresión necesaria para el despliegue del cambio cultural”, señalan Daniel Fernández, exdirector ejecutivo de TVN y Enap, y Pablo Reyes, en su excelente libro La nueva elite.

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Todo bien...hasta el final. La conclusión del artículo pertenece al género de ciencia ficción.

Mmmmm....señala algunos tópicos interesantes en esta sociedad chilensis del siglo 21, pero que nuestros poderosos ya no tengan poder.... más alla del rol vigilante que tienen las rr.ss....no se en cuál.dimension está Macari. Y terminar citando a Daniel Fernández ,.el mismo que fue Vicepresidente Ejecutivo del rechazado proyecto Hidroeléctrica Aysen

El estudio del poder no puede ignorar cómo se reparte la torta. Harari debería ser acompañado por Piketty. La distribución de la riqueza y el ingreso se ha vuelto mucho más desigual en las últimas décadas en casi todo el mundo, lo que indica que el poder se ha concentrado. Pueden haber cambiado los dueños del capital pero siguen siendo pocos….y son los que cortan el bacalao

Es como la opinión de alguien muy vanidoso en un asado sabatino. Nada más.

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