No tengo duda alguna de que se escribirá mucho sobre pedofilia en estos días, a propósito de las dos nefastas tesis de la que tuvimos noticia esta semana. Una de las que partía con un epígrafe que iniciaba "Dedicada a los niños y niñas de deseo inquieto". Por lo mismo, creo que es mejor que vayamos directo al grano, en vez de dar inicio con una historiografía del tema y la ineludible cita a Lolita, de Vladimir Nabokov.
La verdad es que llevo preguntándome un par de años sobre el tema, básicamente, pensando en qué es lo que pasa en el corazón de algunos seres humanos, más allá de la atracción de un hombre maduro por una adolescente, sino por lo que, por ejemplo, le pasa a alguien que se siente sexualmente atraído por un bebé. Que lo viola. La imagen es brutal: lo lamento. Pero es que ese debe ser uno de los márgenes mayores que nos convoque a reflexionar acerca de este delito. Por eso es tan difícil concebir lo que pasa, al menos, en Chile.
En Chile, nuestra legislatura señala que un violador debe pagar con presidio efectivo de cinco años y un día. Demasiado poco para todo el daño cometido. Esa pena es lo que nuestra sociedad indica que vale violentar a otro ser humano,
¿Es sólo deseo sexual o la imposición de poder sobre alguien más vulnerable lo que está en juego aquí? La verdad es que no me importa. Cuando hablamos de infantes, sabemos que están siempre en una posición desventajosa frente a un adulto –por cierto, más ante un victimario–, tanto física como en términos de desarrollo emotivo e intelectual. Por ende, nuestra tendencia como sociedad es a cuidar a todo infante, hasta que tenga la posibilidad de tomar sus propias decisiones. Y para eso tenemos un cuadro normativo que señala un punto de inflexión: el cumplimiento de los dieciocho años de edad. Antes, en el interregno de los catorce a los dieciocho años, el delito no es pedofilia según nuestra legislación, sino estupro. O sea, el menor de edad, pero mayor de catorce años, puede dar su consentimiento para tener relaciones sexuales con un adulto. ¿Pasa esto solamente por el desarrollo corporal del infante y su paso a la adolescencia? Sabemos que, en tiempos de guerra, se ha bajado la edad para matrimonios –consentidos o no– en pos de subir la tasa de natalidad. Ello no explica, por cierto, en el caso de Chile, la demora que ha habido por erradicar el matrimonio infantil, que hace poco más de un mes era todavía factible en nuestro país.
Lo que desconcierta más todavía es la permisividad de nuestra sociedad, reflejada en nuestras leyes, acerca de las penas sobre delitos sexuales. Porque, en rigor, lo que toda ley refleja es también el castigo que la elite gobernante considera adecuado para un delito. En Chile, en caso de una violación, nuestra legislatura señala que un violador debe pagar con el escandaloso presidio efectivo de cinco años y un día. Demasiado poco para todo el daño cometido. Esa pena es lo que nuestra sociedad (patriarcal, a no dudar) indica que vale violentar a otro ser humano, que tiende a ser de un 85% de víctimas mujeres y de un 15% de víctimas masculinas. Vale en cuanto al supuesto pago de una deuda con la sociedad. Supongo que si los índices fueran inversos –y fueran los hombres los que vivieran siendo constantemente acosados, abusados y violados–, nuestros legisladores hubieran sido y serían más categóricos con un delito que afecta la vida de una persona de maneras insondables.
El caso de los pedófilos es –punitivamente– también absolutamente inentendible. La gran mayoría de los pedófilos que han delinquido lo volverán a hacer según la literatura al respecto, pero nuestra legislación les sigue dando otra oportunidad al considerar el pago de sus delitos con una prisión de veinte años. ¿Por qué nuestra sociedad –a través de nuestros legisladores– sigue permitiendo que esas personas tengan la oportunidad de volver a reincidir provocando un daño probablemente insuperable? Y es que el daño provocado es demasiado grande, lo que hace que la visión imperante vaya en directa oposición a la lógica que nos entrega la cruda realidad. ¿Qué hay, entonces, en esta mirada de generaciones de gobernantes y legisladores que persiste en castigar, de manera tan poco responsable, de manera tan acotada, a todo aquel que, más que un delincuente, es un ser humano trastornado que no puede frenar sus impulsos sexuales?
En rigor, lo que toda ley refleja es también el castigo que la elite gobernante considera adecuado para un delito.
Al parecer, para ellos, un violador tiene derecho a volver a hacer su vida tras «pagar» su delito tras cinco años de prisión. Si es juzgado, claro. Y, al parecer, todavía para ellos, un pedófilo tiene derecho a volver a enfrentarse a la posibilidad de volver a violar y/o abusar de nuestros infantes, tan sólo porque se le sigue considerando un delincuente y no un enfermo incapaz de vivir en sociedad. O sea, a través de quienes detentan el poder, nuestra sociedad prefiere ser testigo de la reincidencia de un trastornado, en vez de velar por nuestros infantes al apartar de la sociedad a alguien lisa y llanamente sin control sobre sus impulsos. Sí hay que admitir que hay un porcentaje mínimo de pedófilos recuperables para poder desenvolverse en la sociedad. Y, bueno, que ese porcentaje mínimo pruebe que es capaz de reinsertarse, luego de un proceso importante que de fe de aquello, proceso que razonablemente debería ser en un hospital psiquiátrico, apartado de la gran mayoría de la sociedad. Y, por cierto, con un monitoreo permanente de su salud mental.
Pero aquí seguimos. Vivimos en una sociedad en la que 1313 niños murieron en centros del SENAME (entre 2005 y 2016). Poco más de dos niños por semana entre esos años. ¿Cuántos murieron antes? No hay registros: tal era el valor que le daba ya en el siglo XXI a los infantes que quedaron al cuidado del Estado. ¿Quiénes éramos como sociedad para que esos registros no existan, para tal nivel de descuido? ¿De desprecio? Porque la pregunta tiene que ver acerca de cuáles serán las cifras reales de infantes violentados sexualmente por adultos o por otros adolescentes antes de ese registro. Cuando se entregó ese informe, hubiera esperado que paráramos todas las «prensas», porque esto no podíamos dejarlo pasar. Porque nadie podría volver a dormir hasta saber que nuestros niños no están viviendo bajo una amenaza así. No tengo duda de que sigue pasando, lo que es impresentable. Porque no pasó mucho, la verdad. Así como con esta visión de una sociedad trizada incapaz de aceptar su fracaso en flancos tan basales, sólo porque sigue de alguna manera en pie. A qué costo, con qué valores, con qué igualdad, vale seguirse preguntando.
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Una sociedad dominada bajo el
Este es un problema complejo
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