Todas las mañanas a eso de las seis, cuando me empiezo a levantar para ir a buscar a mis niños grandes -la Carlota y el Pelayo- para llevarlos al colegio, y antes casi de empezar a desperezarme, tomo mi smartphone y veo que Facebook me muestra “Tus Recuerdos”. Memes de hace diez años (mucho Forever Alone), status que no tengo idea de en qué circunstancias se me ocurrieron, fotos con la familia, amigos que hice en esa fecha hace una década, videos de YouTube compartidos quizá en qué condiciones.
Todos los meses, como por estas mismas fechas del mes, me llega un mail de Google mostrándome mis recorridos por Santiago en un mapamundi. Me indica en qué fecha salí de Chile, cuál fue ese restorán en la Ruta 68 donde un par de viernes paré a almorzar, cuántos kilómetros anduve y por qué calles como profesor-taxi.
Pasamos gran parte del día y de la existencia así, entregándole datos de nuestra vida a Internet: a Facebook, a Google Maps, incluso a las mismas compañías telefónicas o al Redbanc: saben todo de nuestras vidas, y lo usan comercialmente (cuando estuve en 2016 en Barcelona por una pasantía doctoral, Facebook sabía que estaba en Barcelona: me ofreció meterme a un buscador de trabajo en la ciudad, añadirme a la Wi-Fi de Jazztel y hasta comprar un auto Smart pagadero a 36 cuotas.
Ahora, a fines de este año 2023 estos mismos registros de actividades que hacen nuestros servicios de Internet, en especial nuestras redes sociales o un sistema como Spotify, nos muestran aquellos recuerdos, como el Wrapped, en el que se nos señalan las canciones y bandas que más escuchamos a lo largo del año, o unos horrorosos collages de fotos que subimos a la red de la “f”.
Parece que ya no necesitamos hacer memoria ni recuentos y los resultados, en su precisión y detalle, dan como para asustarse.
Pero en realidad quiero verlo de otra manera.
Este año cumplo, en un par de meses, cincuenta y cinco años. Y he tratado de ir armando una especie de biografía vital (la lista del Top 5 de momentos que he tenido la suerte de vivir) y cultural (mis 55 libros preferidos, mis 55 películas favoritas).
Y es increíble la cantidad de cosas que se pueden hacer con esos mismos datos (Big Data) que nos da tanto miedo entregarles a las empresas o al gobierno.
Autoetnografías
La lista, sin embargo, que más me ha costado y la que más he amado hacer es la lista de “la música de mi vida”. Empecé a facturarla hace más de un lustro. Primero se llamó 50 canciones para 50 años. Luego me di cuenta de que no me alcanzaba con esa cifra, así es que la empecé a expandir. Y se expandió y expandió, hasta que llegué hoy a 863 canciones (¡estoy pensando cerrarla en mil!).
¡Las invito y los invito a hacer sus propias listas [de música o de amores o de infortunios]! Rebusquen en CDs viejos, en antiguos mails, en fotos polaroids olvidadas en el estante, en la memoria física y digital: se encontrarán con una sorpresa.
Mientras pensaba en las canciones que más me habían provocado, convocado, conmovido -en las canciones que más han escrito mi historia-, fui descubriendo algo. Hoy tenemos, como decía más arriba, muchos rastros o “huellas digitales” de lo que hemos hecho en los últimos veinticinco años. Están los mails que hemos enviado, nuestras listas de Spotify, los recuerdos de Facebook. Están textos alojados en carpetas que se llaman “Disco Duro Antiguo”, que bien podría haber sido un disco duro de 50 Mb de 1998. Está el rastro que dejamos en Audioscrobbler -ahora llamado Last.fm- un servicio que recogía todas las canciones que escuchabas en Winamp en, no sé, 2005, y que todavía se puede descargar desde una página llamada www.lastfm-to-csv.
Bueno, la cosa es que empecé a rastrear en todos esos registros: revisé mis listas de más escuchados en Spotify, las listas de Last.fm, los mails en que escribía “canción” desde 2004, viejas torres de CD de 100 discos, todos mis estados de Facebook en que compartía canciones.
Y lo que descubrí es que este proceso se llama “autoetnografía”, un área de los estudios cualitativos en que una persona empieza a hacer un registro de su experiencia y vida en alguna situación -que puede ser la vida misma- y que fue “inventada” por una mujer: Carolyn Ellis de la University of South Florida. Ella propone que, al hacer este tipo de rastreo:
“Los trabajos autoetnográficos pueden incluir memoria dramática, expresiones inusuales y metáforas sentidas para invitar al lector o lectora a “revivir” eventos con la autora. En ellos, se hace entender y participar de un relato, se buscan detalles concretos, narraciones estructuralmente complejas, el intento del autor(a) por excavar en lo superficial para alcanzar cierta vulnerabilidad y la honestidad y, finalmente, un estándar de autoconciencia y una historia conmovedora” (Ellis, 2004:253-254).
He revisado mi lista de canciones autobiográficas/autoetnográficas con muchos amigos y amigas en estos años y la he reestudiado para entenderla más (para ello se puede usar un servicio que es una maravilla: la API de Spotify, si uno/a se maneja con Python). Incluso he tratado de ver categorías en la lista.
Hacer un ejercicio como ese ayuda sobremanera a revisar la propia vida: con sus claroscuros, con sus epifanías, con su vitalidad o tristeza. Algo que hubiera sido casi imposible hace, no sé, 35 años.
La vida actual, mediada por los computadores, es una huella. Y recaminar los senderos de esa huella abren y dan nuevas luces sobre la experiencia propia y la identidad.
¡Las invito y los invito a hacer sus propias listas [de música o de amores o de infortunios]! Rebusquen en CDs viejos, en antiguos mails, en fotos polaroids olvidadas en el estante, en la memoria física y digital: se encontrarán con una sorpresa.
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