Mi destino era el paso Pisiga-Colchane, que marca la frontera entre Chile y Bolivia. Allí, a más de 3.700 metros de altura, varios grupos de migrantes cruzan diariamente el límite entre ambos países para intentar llegar a Iquique, y desde ahí bajar por el país hacia el sur.
El pronóstico del clima decía que podía haber lluvias y tormentas, así que me aseguré de llevar mi parka para cubrir lo que luego sería esta crónica donde buscamos ver -con nuestros propios ojos- qué es lo que está pasando en tal vez punto más crítico de la crisis migratoria.
Por suerte tenía mi parka a mano, lo que podía haber sido perfectamente de otra manera. Estaba yo en el soleado Iquique, enviado para cubrir lo que pasaba en esta materia en esta ciudad amenazada por marchas antimigrantes y golpeada por la llegada de un ingente número de principalmente venezolanos, aunque también colombianos, y no tenía planificado moverme de ahí, pero me cancelaron el viaje en Latam y tuve que esperar tres días para regresar a Santiago y de ahí a Viña del Mar, que es donde vivo.
¿Qué hacer entre medio? Pues ir a Colchane.
Así que el martes 15 de febrero me dirijo temprano al barrio Esmeralda, que recibe su nombre debido a la calle en el que se emplaza. Es el terminal improvisado desde donde diferentes transfers emprenden rumbo hacia localidades como Huara y Colchane. En este lugar, conocido popularmente como el 'Barrio Boliviano', es posible conseguir un pasaje hasta la frontera de Chile con Bolivia por 15 mil pesos. Anotan tu nombre en una casilla y un pequeño ticket certifica tu compra.
Son periodistas y fotógrafos, quienes intentan captar la escena con sus lentes. Uno de los pasajeros que va al final, mientras escucha cumbia desde un parlante grita “esos son periodistas, son puros sapos”, frase que otros pasajeros también comparten. “Deberían preocuparse mejor de darles comida, ¡pobre gente! por todo lo que tiene pasar”, agrega mientras trago saliva.
Cada tres horas, cuatro líneas de transportes emprenden rumbo hacia el altiplano tarapaqueño. El primer viaje, a las 5 de la mañana; el último, a las 8 de la noche. Sin embargo, los buses piratas se pueden encontrar durante toda la madrugada.
Había escogido el de las 8:00 am para aprovechar el día, viajar hasta Colchane y ver directamente lo que allí sucede, y tener tiempo para volver a Iquique el mismo día.
Si bien la partida era temprano, estos vehículos no salen sino hasta que completan su capacidad y en esto, no hay excepción. Una media hora después de lo programado, comienza el viaje que tiene como destino final Pisiga Carpa, una localidad que está a unos 800 metros de Colchane y justo en el límite con Bolivia.
Avanzados unos minutos, el chófer echa a correr una planilla donde debes anotar tu nombre, rut, número de teléfono, nacionalidad y la cantidad de equipaje. Gracias a ese documento, observé que la mayoría de quienes viajan son bolivianos. La excepción soy yo y un pasajero más.
Desde los escasos 34 metros sobre el nivel del mar desde donde comienza el trayecto, debíamos llegar hasta la altitud de 3.713 de Colchane. Son cerca de tres horas y media de viaje. Avanzamos por la Ruta 5 Norte y, en Huara, tomamos la Ruta 15 hacia la frontera.
El viaje es calmado, hay poco tráfico, principalmente camiones de carga. Los colores desérticos priman en el paisaje y combinan con el blanco de unas nubes que parecen pintadas a mano debido a su tenue movimiento.
Luego de dos horas de viaje, cerca de Chusmiza, la geografía comienza a cambiar. Las montañas muestran su grandeza con rocas gigantescas entre ellas. Es algo intimidante. La vegetación abunda y es posible ver algunos cultivos en terrazas; también cactus que alcanzan hasta los tres metros de altura y una vegetación arbustiva baja, pero que cubre de un verde opaco el manto de las montañas.
El olor que esta vegetación desprende es similar al de una especia mentolada, que con un final amargo me recuerda a las hierbas serranas. Es un aroma particular, agradable y muy propio de la zona. A la vegetación que desprende este olor, le llaman 'tola'.
A partir de aquí, la ruta comienza a ser más hostil. Entre las quebradas es posible ver automóviles, furgones y hasta buses que producto de accidentes han sido abandonados allí, a la vera del camino. Pasamos cerca de un bus que intentan remolcar, el incidente es reciente, pues a diferencia de los otros vehículos, aún mantiene sus vidrios y no se ve erosionado.
El pavimento de la ruta es bueno, pero las lluvias estivales del altiplano, sumado a las curvas constantes, pueden ser una combinación fatal.
Estamos a una media hora de llegar a Colchane y por primera vez en todo el viaje, diviso a migrantes caminando por la orilla de la carretera, son aproximadamente unas 15 personas. A unos 50 metros desde donde ellos caminan, se detienen dos autos. Son periodistas y fotógrafos, quienes intentan captar la escena con sus lentes. Uno de los pasajeros que va al final, mientras escucha cumbia desde un parlante grita “esos son periodistas, son puros sapos”, frase que otros pasajeros también comparten. “Deberían preocuparse mejor de darles comida, ¡pobre gente! por todo lo que tiene pasar”, agrega mientras trago saliva.
Los militares no comprenden esto y no permiten que la gente pase la frontera como se hace de tiempos anteriores a los españoles y los incas. Gabriel Choque, un hombre de unos 50 años que limpia su pequeño camión frente a la Municipalidad, me dice “ahora no nos dejan pasar a Pisiga Bolívar, si me falta un display de arroz tengo que ir hasta Alto Hospicio a 250 kilómetros. Imagina, con lo caro que está la bencina”, dice, mientras hace una mueca de molestia.
Un par de kilómetros después, el chófer se detiene en un descanso que hay en la ruta. “Jefe, ¿se puede bajar a tomar aire?”, pregunta un pasajero, quien maneja responde con un sí y otro apunta “aprovecharé de ir al baño”. Me bajo, me quito la mascarilla y doy un respiro profundo. En un acto tan modesto, hay una sensación de plenitud en ese hermoso paisaje. Aprovecho el tiempo y le preguntó a quien nos lleva si en Colchane hay algún lugar para sacar dinero, tengo poco efectivo y no tengo del todo claro cómo volveré.
Me vuelvo hacia el paisaje y una pasajera grita “rápido, rápido, que viene la prensa”, son los mismos automóviles que habíamos visto anteriormente. Corrimos hacia el furgón. Ellos no tienen idea que soy periodista, pero apunto en mi agenda cada hito que observo. El otro chileno me indica que en el hostal de Colchane hay una caja vecina donde puedo girar dinero. Recupero un poco la calma.
Pocos minutos pasan hasta que comienzan los típicos movimientos entre los pasajeros que ya indican que estamos llegando a destino. Yo, prácticamente un turista, me camuflo entre ese ajetreo y a pesar de no estar seguro de estar en Colchane, tengo la sensación de estar ahí. El chófer me mira y me pregunta “¿no llega hasta allá?”, señalando la frontera, respondo que no y me bajo.
Colchane
Mi cabeza comienza a sentir los primeros embates de la altura, noto que bombea en diferentes puntos, pero nada grave. Me dirijo a la Comisaría de Carabineros para avisar que soy corresponsal y hacer unas preguntas básicas de la zona. El carabinero me pregunta “¿qué necesita?”, planteo mis inquietudes y me responde escuetamente “la verdad yo llegué hace poco, soy de Antofagasta y no sé mucho más”. Tampoco mostró mucho ánimo en ayudarme.
A diferencia del camino sinuoso y entre cerros que lleva hasta Colchane, este pequeño poblado que cuenta con una población de 1.728 habitantes, se ubica en una planicie gigantesca. Es un terreno vasto rodeado por una cordillera que en algunas de sus cúspides aún mantiene un poco de nieve. En su llanura, la tierra es fértil y es posible observar llamas y alpacas alimentándose. En sus pelajes destacan flores rosadas y verdes tejidas en lana probablemente de los mismos animales, y me indican que las utilizan para poder marcarlas, pero además, como ornamentación.
Por las imágenes que había visto imaginaba un pueblo distinto, más grande. No obstante, es posible recorrerlo en una caminata de media hora, incluso menos.
Las casas mantienen la estructura de construcción aymara en forma de una C cuadrada o una L, con pequeñas habitaciones separadas entre sí. Son de adobe con una base de piedra como mortero. Son hogares de un solo piso, las estructuras que rompen este patrón en la comuna son las torres de la iglesia y uno de los hostales que alcanza las tres plantas.
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Son pequeñas manzanas ortogonales comunicadas con pasajes de piedra entre sí. A pesar de lo modesta que parecen las viviendas, en su mayoría es posible observar un auto o un furgón fuera de ellas.
Vuelvo hacia la plaza y comienzo a conversar con las pocas personas que hay allí.
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El relato transversal que emerge de forma espontánea consiste en reproches hacia la nueva dotación militar que llegó a la zona. Según fuentes municipales, se trataría de unos 150 efectivos. Esto, antes del estado de excepción.
En definitiva, son dos quejas. La primera, es que los militares no están habituados y “no entienden” las prácticas económicas de la zona. Quienes viven en Colchane se abastecen de víveres en Pisiga Bolívar, un pueblo que está cruzando la frontera con Bolivia y con quienes han comerciado “desde siempre”.
Los militares no comprenden esto y no permiten que la gente pase la frontera como se hace de tiempos anteriores a los españoles y los incas. Gabriel Choque, un hombre de unos 50 años que limpia su pequeño camión frente a la Municipalidad, me dice “ahora no nos dejan pasar a Pisiga Bolívar, si me falta un display de arroz tengo que ir hasta Alto Hospicio a 250 kilómetros. Imagina, con lo caro que está la bencina”, dice, mientras hace una mueca de molestia.
Ana Bueno, una estudiante de 20 años, agrega que “eso pasa porque muchos de los carabineros y militares que han llegado hasta acá son de Antofagasta, Calama, Santiago e incluso algunos de más al sur”, continua “no están habituados a la zona, no comprenden la historia local y eso nos afecta directamente”.
La segunda queja apunta al control fronterizo. A pesar de haber aumentado considerablemente el contingente en el lugar, los locatarios no perciben ninguna diferencia. Choque apunta; “mira, anda a darte una vuelta por el lugar, espera que salga un poco el sol porque con la lluvia están escondidos -refiriéndose a los migrantes que buscan refugio en las casas que han sido abandonadas-”, entre dientes dice “esto no ha cambiado nada. ¿Sabí cómo le digo yo al Delgado? El aspirina Delgado, puras aspirinas, no cambia nada, no han hecho nada. Hace tres años que no hacen nada”, dice relación al ministro del Interior, Rodrigo Delgado.
Esta idea de que no hay un control estricto se ve reforzada por unos funcionarios municipales, quienes señalan que estando la prensa o alguna autoridad, se genera una “pirotecnia mediática”. “Ahora está así por el delegado presidencial, hay camionetas, tanquetas, buggies y hasta drones, pero una vez se va la autoridad todo vuelve a como era antes”, dice uno de ellos. Esto último es algo que pude constatar directamente, ya que una vez que la delegación presidencial abandonó el sector, los militares y sus vehículos también.
Le pregunto sobre el plan de reconducción y molesto me dice “anda a darte una vuelta a Pisiga Carpa, anda a ver cómo pasan por la frontera”. En eso, se da una casualidad extraña y unas tres camionetas de militares pasan por la plaza de Colchane, hacen salir a un grupo de migrantes que estaban apostados en un lugar que antes funcionaba como comercio. Choque advierte, “mira, no van a hacer nada”, si bien pareciera que los militares conversan con ellos y les piden documentación, efectivamente no sucede nada más.
Intento contrastar esta visión con la de Bueno y le pregunto sobre el plan de reconducción y un video que ha circulado de migrantes que de rodillas piden pasar, puesto que tampoco pueden retornar hacia Bolivia. Me indica “No… eso es para la pura foto”.
Esta idea de que no hay un control estricto se ve reforzada por unos funcionarios municipales, quienes señalan que estando la prensa o alguna autoridad, se genera una “pirotecnia mediática”. “Ahora está así por el delegado presidencial, hay camionetas, tanquetas, buggies y hasta drones, pero una vez se va la autoridad todo vuelve a como era antes”, dice uno de ellos. Esto último es algo que pude constatar directamente, ya que una vez que la delegación presidencial abandonó el sector, los militares y sus vehículos también.
Decido ir hacia el Cesfam de Colchane. Comienzo una conversación con tres funcionarios que estaban en la puerta del recinto. Me dicen que han llegado hace poco y que no son del lugar. La lluvia obliga a refugiarme en el consultorio y el diálogo fluye. La verdad es que efectivamente dos de ellos no eran de Colchane, pero uno sí. No obstante, los otros dos llevaban en el lugar cerca de un año y no solo “unos días” como me habían dicho al principio.
Subrayan que la sensación de seguridad ha cambiado y que a pesar de que hay prejuicios contra la población migrante, al menos allí, han sido testigos directos de viviendas tomadas, que parece ser lo que más molesta a los colchaninos. No se trata en general de casas habitadas, pero de todos modos pertenecen a vecinos que no viven todo el año en Colchane.
Esta perspectiva contrasta con la de otras personas, también personal de salud, pero del albergue instalado en la frontera para realizar cuarentena y toma de antígenos. Aquellos funcionarios sostienen que es difícil que sigan las oculaciones de casas, puesto que muchos efectivos policiales tienen allí sus viviendas, al igual que autoridades locales.
Sin embargo, efectivamente se puede comprobar que hay casas abandonadas y tomadas. En mi reporteo reconozco cuatro en estas condiciones. Muchas de ellas sin paredes, puesto que los migrantes utilizan el material aislante para poder abrigarse. En otros casos, quitan el techo para poder hacer fogatas.
La percepción de los colchaninos hacia los migrantes es contradictoria hasta cierto punto, según percibo. Algunos de ellos no tienen problema en decir “¡que se vayan para su país!”, pero luego uno de ellos agrega que “necesitan comida, yo creo que deberían ayudarlos”. De todos modos, esta solidaridad también es utilitaria, pues entienden que prestándoles ayuda podrán seguir su rumbo hacia la zona centro del país y dejar Colchane.
Según cuentan algunos colchaninos, los migrantes que se quedan en Colchane y ocupan las casas de sus vecinos, son los más "peligrosos" y también los que tienen menos recursos, pues quienes pisan Colchane parten en cuanto pueden a Iquique. En todo caso, el "peligro" corre más bien para los migrantes recién llegados que no pueden irse de inmediato a Iquique, a quienes les suelen quitar sus pertenencias para justamente comprar los pasajes a Iquique.
Son realmente pocas las personas que transitan por Colchane y no parece tan peligroso a la luz del día. A los habitantes locales, es fácil identificarlos por su atuendo aymara y sus sombreros característicos. Cerca del 80% de la población reconoce pertenecer a ese pueblo. Me acerco a una persona que va de una esquina a otra caminando. Extiende su mano para darme un apretón y comenzamos a conversar sobre lo que sucede. Se ofrece acompañarme hasta Pisiga Carpa, la localidad que sigue de Colchane por la Ruta 15 hacia Bolivia.
Nos vamos hacia la frontera.
Pisiga Carpa
El recorrido desde Colchane hasta Pisiga Carpa es de unos 10 minutos caminando a paso normal. A pesar de ser localidades separadas por menos de un kilómetro, la percepción de la distancia cambia y se hace mayor.
Antes de dejar Colchane, quien me acompaña me muestra la que fuera su casa. “Aquí vivía yo, pero la tomaron y quitaron hasta las paredes”, no parece molesto ni afectado, lo dice hasta en un tono comprensivo.
En mitad del trayecto, una camioneta de la PDI junto a un vehículo del Servicio Médico Legal investigan la muerte de un hombre que fue encontrado durante la mañana. Señalan que estaba en una posición extraña, prácticamente acostado de forma recta en el piso y las conjeturas de los peritos apuntan a que posiblemente llevaba ovoides de cocaína.
Al llegar a Pisiga, comienzo a ver un gran volumen de migrantes apostados en las esquinas, cubriéndose del sol y la lluvia. Familias completas y algunos niños y adolescentes pidiendo dinero a quienes llegan en sus vehículos y a los camioneros que esperan su turno para avanzar hacia Bolivia. Las respuestas son siempre negativas.
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En las calles de Pisiga, un caserío de unos 700 habitantes, al contrario de Colchane, destacan construcciones contemporáneas, son edificaciones de ladrillo que suelen alcanzar hasta los tres pisos y, en algunos casos, hasta un cuarto. Están en bruto, hasta sin ventanas. Parece un pueblo abandonado.
Al avanzar por la carretera hasta Pisiga, cuento entre microbuses y transfers cerca de una treintena de vehículos esperando copar sus asientos para viajar hasta Iquique. Algunos de ellos tienen capacidad para cerca de 30 pasajeros, otros de unos 15.
Damos un rodeo por el pueblo y vemos migrantes que descansan en las esquinas, deben ser en total unas cien personas repartidas por las calles. Parecen serenos, tranquilos; esperando alguna oportunidad para continuar su rumbo hacia Iquique. Algunos están tan solo días, otros semanas. Dependiendo del dinero de cada grupo y si no han sido asaltados, según revelan.
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Mientras avanzo por las calles, comienzo a ver más microbuses. Tomando en cuenta que aproximadamente sale uno cada hora, calculo que la espera de un turno para partir puede ser de hasta un día. Pienso en mi propio regreso; en la caja vecina no pude sacar dinero para comprar el pasaje de regreso, aunque me aseguraron que si volvía a fallar podría comprar con transferencia bancaria. Ojalá algo funcione, pienso.
Caminando por el borde del poblado comienzo a dejar atrás Pisiga Carpa. Mientras paso por una llanura ocupada por llamas y alpacas, comienzo a ver a lo lejos migrantes caminando por la frontera, se reconocen por el tipo de equipaje que llevan. Algunos lo hacen de forma solitaria, otros en grupos que no superan las cinco personas.
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Espero que me alcancen y me relatan que vienen desde Oruro, Bolivia, una ciudad que se encuentra a 211 kilómetros de la frontera. Lo han hecho caminando. Un grupo de tres chilenas que los acompañan, relatan que Carabineros no les permitió entrar al país aun contando con toda su documentación. A pesar de su versión, si no se cuenta con un examen de antígenos no se puede pasar por la frontera, según me dijeron los carabineros en mi paso por la Comisaría; “eso es lo primero que se necesita”.
No obstante, estos migrantes venezolanos cruzaron igual. “El carabinero me preguntó que cómo había pasado, yo le dije que ilegal y me respondió, bueno, devuélvete de la misma forma”, asegura una de las chilenas.
En realidad el límite es imaginario, de no ser por la zanja que mandó a construir Michelle Bachelet, que ocupa una distancia reducida para toda la llanura que hay en la zona por la cual es posible traspasar la frontera. Dicho de otro modo, no es fácil distinguir dónde termina cada país ni saber en cuál de ellos estás.
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A pesar de haber dos puestos de vigilancia resguardados entre carabineros y militares, los grupos pequeños no tienen problemas en avanzar por la frontera. Nadie los detiene. La razón de esto radica en que debido a la alta porosidad de la frontera, evitar que un grupo pequeño pase, implica que uno más grande que esté esperando su oportunidad aproveche el momento.
Es como el juego estadounidense llamado whack a mole (aplastar un topo), en el que el jugador busca aplastar con un martillo gigante a topos que emergen aleatoriamente por cualquier agujero de la cancha del juego. Solo que en Pisiga Carpa, ya nadie está de ánimo de jugar. Al menos en la víspera del estado de excepción, aunque presumo que si llegan cientos de militares solamente el juego se volverá más intenso al principio, y luego se volverá a esta letanía. Además, no visualizo a los militares disparando a los topos que se les vayan pasando.
Me mantengo alejado de la zanja, escondido. Alcanzo a divisar un grupo de tres personas que están en Pisiga Bolívar -territorio boliviano-, parecen estar observando algo atentamente. Definitivamente hay un líder, ya que a la distancia es posible ver cómo habla con otras personas y da instrucciones. En cosa de minutos, el grupo comienza a aumentar y alcanza unas 20 personas. Se forma la 'mancha', de esa forma se refieren a los grupos de personas que avanzan por la frontera, no es algo que busca ser despectivo, me aclaran.
Desde los puestos de vigilancia -contenedores pintados de blanco y verde- observan la situación. Son dos militares y un carabinero. Los migrantes avanzan a paso rápido para llegar hasta la zanja, que tiene varios flancos por los que se puede sortear.
A pesar de haber dos puestos de vigilancia resguardados entre carabineros y militares, los grupos pequeños no tienen problemas en avanzar por la frontera. Nadie los detiene. La razón de esto radica en que debido a la alta porosidad de la frontera, evitar que un grupo pequeño pase, implica que uno más grande que esté esperando su oportunidad aproveche el momento.
Los 20 logran pasar sin ningún problema, incluso, se suma al grupo una mujer que de forma solitaria intentaba pasar desde otro punto de la zanja, pero fue detenida por dos militares bolivianos que estaban escondidos dentro de un auto que había sido abandonado en la frontera. Cuando se abren las puertas, me asusté, ya que de todo el tiempo que llevaba en ese lugar no me fijé que dentro del vehículo había dos personas. Le pidieron su documentación y siguió su rumbo, corrió para alcanzar al grupo.
Empiezo a tomar algunas fotografías para tener un registro del momento. Es en ese instante, que me ve el policía chileno, y sale de la caseta y comienza a gritar que el paso es por el complejo de la aduana. La gente lo ignora y comienzan a avanzar por el borde de la frontera en dirección a la cordillera. El policía eleva el tono y un militar le sigue el paso detrás.
El superior le grita “anda con el cargador para meterles miedo”. El efectivo que porta una metralleta, apura su paso, pero bota su arma torpemente. Al intentar recogerla, ahora es la munición la que se le cae. No parece una acción muy profesional. Al ver al militar, el grupo retorna hacia la frontera con Bolivia.
Tengo el registro y me quedo ahí unos minutos más, luego decido marcharme.
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Horas después, me encuentro al mismo grupo, ya caminando hacia Colchane. Me dicen “te acuerdas de que estábamos allá, el mismo carabinero nos dejó pasar pero por otro paso”. “Esto pasa siempre”, agregan. La razón de ello es que los migrantes esperan en la frontera hasta tener una oportunidad de pasar y si fallan, vuelven a intentarlo. Esperan el cambio de turno, la noche o cualquier oportunidad que se les presente, algunos afirman que la policía a veces cede, sobre todo cuando hay niños.
Esa determinación hace que algunos migrantes que no tienen el dinero suficiente para pagar el transporte que los lleva hasta Iquique, sigan caminando decididos hacia la costa de la Región de Tarapacá. Por el contrario, quienes esperan en Pisiga o Colchane, lo hacen por días hasta reunir el dinero suficiente. El costo del pasaje varía -ya que la mayoría del transporte es pirata-. Como chileno, el costo es de $25 mil pesos, pero según el relato de algunos migrantes, hay gente que ha llegado a pagar hasta $50 mil para poder bajar inmediatamente, esto es común entre los migrantes. “Aquí hacen negocio con la migración”, dice un colchanino.
Entre quienes pasan por la frontera y principalmente entre quienes hacen cuarentena en el albergue de Colchane, han comenzado a surgir algunas leyendas y mitos. Me preguntan “¿tú crees en los fantasmas? porque sí no crees me arruinas la historia”, me mantengo en silencio. “Acá hay gente que ha visto a una ‘mujer hermosa’, de pelo largo y que es capaz de curar enfermedades. Se les ha aparecido a distintos migrantes que enfermos dicen haberla visto. Los sana y quita sus dolencias”. Es un relato fantástico que circula entre algunos de los migrantes.
El superior le grita “anda con el cargador para meterles miedo”. El efectivo que porta una metralleta, apura su paso, pero bota su arma torpemente. Al intentar recogerla, ahora es la munición la que se le cae. No parece una acción muy profesional. Al ver al militar, el grupo retorna hacia la frontera con Bolivia.
De inmediato viene a mí mente un segundo relato. Unos venezolanos que conocí en Iquique y que también pasaron por Colchane, estuvieron cuatro días en cuarentena dentro del complejo aduanero. Ellos hablaban de un “auto lujoso”, un vehículo que cada semana se detenía en uno de los peajes camino a Iquique y llevaba migrantes hasta Santiago. Hablan de un hombre millonario, de buena voluntad y que recorre esa ruta por trabajo. Apuntan que se debe tener mucha suerte para poder encontrarlo.
Parece haber un realismo mágico -o al menos bastante espacio para lo fantástico- entre quienes llevan semanas caminando.
El regreso
Ya en Colchane veo a un solitario migrante que humedece su máquina de afeitar en una posa que dejó la lluvia y aprovecha de afeitarse. El sol se intensifica y contrasta con los sonidos de tormenta que se escuchan en la cordillera, junto con nubes de oscuros tonos grises.
Como conté, mi primer intento por conseguir dinero fue fallido y ahora deposito mi esperanza en que la caja vecina tenga saldo para retirar efectivo. “Cómo vienes sin plata, si esto es Colchane, aquí no hay nada”, me dice una de las personas a las que le explico mi situación.
Llego hasta un hostal a preguntar sí es posible girar dinero, han pasado cinco horas desde mi primera visita para intentarlo. Me dicen que no han recibido ningún depósito y que tienen un saldo reservado para una persona que lo solicitó.
No me doy cuenta, pero sube un carabinero al transfer. Saluda y le pide la planilla al chófer. “¿Y la fecha?”, pregunta. Luego, desde la puerta del vehículo nos pide que todos levantemos el carnet, vuelve a mirar la planilla y da el nombre de cuatro pasajeros. “¿Y ustedes? ¿Tienen carnet boliviano o visa en tramitación?”, responden que esperan su visa. El funcionario asiente, levanta el dedo pulgar como afirmación, se queda con la planilla y continuamos el viaje.
Un grupo de chilenas está al interior del lugar, son tres funcionarias de salud que trabajan en turnos de 14 días y escuchan mi preocupación. Una de ellas se ofrece a darme dinero si le deposito. Fue una coincidencia increíble, tras minutos lidiando con la mala señal, logro hacer la transferencia y vuelvo rápidamente al terminal pirata.
Me subo al bus que está esperando pasajeros, tan solo hay unas cinco personas. Todos migrantes, pasan unos 40 minutos hasta que comienza a llenarse. Aún faltando algunos asientos para estar a su máxima capacidad, los pasajeros comienzan a gritarle al chófer, golpean las ventanas y el piso para apurar la partida. El conductor hace caso omiso.
Son cerca de las 17:00 horas y comienza el viaje de retorno. Mi cabeza ya está matándome por la altura, la presión que siento en la frente es demasiada y apoyado en la ventana, veo con desazón cómo el conductor mastica coca para poder paliar los efectos estos 3.700 metros. Intento dormir, pero es imposible. El resto de pasajeros, agotados, duermen sin problemas.
Me habían advertido que al descender los dolores podrían intensificarse, durante una hora de viaje siento que es así. Recién cerca de los 2.000 metros de altura comienzo a sentirme mejor, al menos sin esa presión constante. Ya son dos horas de viaje y llegamos hasta el control de Huara.
No me doy cuenta, pero sube un carabinero al transfer. Saluda y le pide la planilla al chófer. “¿Y la fecha?”, pregunta. Luego, desde la puerta del vehículo nos pide que todos levantemos el carnet, vuelve a mirar la planilla y da el nombre de cuatro pasajeros. “¿Y ustedes? ¿Tienen carnet boliviano o visa en tramitación?”, responden que esperan su visa. El funcionario asiente, levanta el dedo pulgar como afirmación, se queda con la planilla y continuamos el viaje.
Me sorprende el control. Mientras eso sucede, otros migrantes caminan por la carretera donde está el carabinero inspeccionando.
Ya está oscureciendo y un naranja radiante se forma con la puesta de sol. Me siento agotado, pero la vista desde la bajada de Alto Hospicio hacia Iquique me distrae. Son los últimos diez minutos de viaje y he vuelto a donde comencé, el barrio Esmeralda. La calle está repleta de personas que esperan tomar un viaje, “a Santiago directo, a Antofagasta directo”, son los primeros gritos que escucho al bajar.
Aún me queda una caminata de quince minutos hasta la casa de mi abuela que me recibió todo este tiempo. Estoy de vuelta en Iquique, aunque nuevamente, solo de paso. Mañana sale mi avión de vuelta a Santiago, pienso lo relativamente fácil que ha sido todo para mí y pienso en el chofer del auto deportivo que lleva gratis por las noches a migrantes desesperados.
Comentarios
Eso del auto deportivo y un
Su relato me transportó por
Buen relato y como vivencia
Caso nro 13.457 que demuestra
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