Tras el inesperado triunfo de Donald Trump en las elecciones de 2016, litros de tinta corrieron en diarios y revistas para analizar lo sucedido. Muchos de estos artículos y columnas vieron en la posverdad la única explicación posible para que un candidato racista, misógino y neo-nacionalista hubiese llegado a la Casa Blanca.
Tal fue el revuelo causado por el caudal de mentiras difundidas durante esa histórica campaña que el concepto de posverdad –que ingresó al diccionario de Oxford recién en noviembre de ese año– se convirtió a los pocos días en la palabra del año según esta misma publicación. La RAE, que la incorporó al poco tiempo, la definió como la “distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”.
Mientras una buena parte de elite se escandalizaba ante lo que se definía como la “era de la posverdad”, los poseedores de una memoria más privilegiada se apuraban en recordar que las dos décadas de “guerra contra el terrorismo” que se libró tras los ataques del 9/11 comenzaron nada menos que con una gran mentira: la supuesta existencia de armas de destrucción masiva. Más aun, en los Estados Unidos de hace cinco años, mientras algunos insistían en esta “era de la posverdad”, un importante número de minorías -étnicas y de la diversidad sexual, entre muchas otras– no veían nada nuevo en el horizonte.
Pero no es necesario viajar a Washington para marcar el punto. En el Chile de 2021, mientras un grupo no menor de ciudadanos levantamos la voz ante la absurda cantidad de mentiras provenientes de la candidatura presidencial de ultraderecha, buenos sectores de la población podrían argumentar que la posverdad tiene poco de novedoso.
Mientras una buena parte de elite se escandalizaba ante lo que se definía como la “era de la posverdad”, los poseedores de una memoria más privilegiada se apuraban en recordar que las dos décadas de “guerra contra el terrorismo” que se libró tras los ataques del 9/11 comenzaron nada menos que con una gran mentira la supuesta existencia de armas de destrucción masiva.
¿Cuántos siglos han debido aguantar ciertos pueblos originarios de nuestro territorio la narrativa oficial los caricaturiza como flojos o violentos? ¿Desde hace cuánto tiempo se nos ha insistido que los pobres son pobres porque así lo decidieron y que la meritocracia es una escalera a la que se sube el que quiere? ¿Cuántos años tuvimos que escuchar que al hijo de una madre soltera le correspondían menos derechos, que las parejas del mismo sexo eran ciudadanos de segunda clase o que los grandes empresarios son vacas sagradas a las que hay que debemos cuidar porque son ellos quienes “dan trabajo”? Ni hablar de los inmigrantes, quienes pese a tener más años de escolaridad que el promedio de los chilenos, dejar millones de pesos en el país en impuestos y aminorar el envejecimiento de la población siguen siendo considerados como una lacra por muchos.
Gran parte de la responsabilidad por estas mentiras y prejuicios les cabe, por cierto, a nuestros medios de comunicación. Y lo que hemos visto durante el último par de meses no hace más que confirmar esta afirmación. Pero, a diferencia de lo sucedido en Estados Unidos hace cinco años cuando buena parte de las elites se escandalizaron ante el ascenso de Trump, en nuestro país estos grupos parecen estar más bien guardando un silencio cómplice frente la cantidad de mentiras, rumores, comentarios malintencionados y teorías conspirativas que emergen desde un extremo del espectro político.
Enceguecidos por una candidatura que promete bajarles los impuestos a los empresarios, mantener inalterado el sistema de pensiones y “proteger nuestras tradiciones”, estos grupos han decidido cerrar su boca frente a las decenas de falsedades emitidas por José Antonio Kast en cada uno de los debates y por sus seguidores más acérrimos en redes sociales.
Mientras el sitio Verifica Chile –que agrupa los proyectos de fact checking Fast Check CL, Decodificador Chile y Fake News Report– ha sido generoso en publicar dichos falsos del candidato del Partido Republicano, otros espacios con una trayectoria más extensa como El Polígrafo de El Mercurio han optado por minimizar estos hechos o empatarlos con los de su rival, Gabriel Boric.
Sucedió, por ejemplo, tras el debate de segunda vuelta organizado por Archi, cuando el espacio mercurial publicó tres falsedades de Boric versus apenas una de Kast. Al día siguiente, sin embargo, rectificarían este último punto, para dejar finalmente a Kast sin ninguna falsedad en todo el debate. Algo similar sucedería a los pocos días tras el debate de Anatel, cuando el espacio consignó apenas dos “vueltas de carnero” de cada candidato, omitiendo una serie de aseveraciones falsas emitidas por el candidato de derecha y que sí fueron consignadas por otras plataformas.
Enceguecidos por una candidatura que promete bajarles los impuestos a los empresarios, mantener inalterado el sistema de pensiones y “proteger nuestras tradiciones”, estos grupos han decidido cerrar su boca frente a las decenas de falsedades emitidas por José Antonio Kast en cada uno de los debates y por sus seguidores más acérrimos en redes sociales.
Kast ha ido más lejos que cualquier otro candidato de la historia reciente en cuanto a inventar falsedades y sembrar dudas malintencionadas. Incluso Sebastián Piñera, con su largo prontuario de irregularidades, se daba el trabajo de incluir letra chica en algunas de sus propuestas y aseveraciones más llamativas para evitar ser tildado de mentiroso.
La posverdad se ha acentuado desde el estallido social de 2019 y no es necesariamente territorio de un solo sector político. Aun así, la arremetida de falsedades de la que hemos sido testigos particularmente en esta segunda vuelta por parte de una de las candidaturas parece haber sobrepasado cualquier límite. Es momento de que los medios tradicionales dejen de lado por un momento intereses mezquinos y comiencen a llamar las cosas por su nombre.
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Pero son tan burdas sus
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