En las últimas dos décadas, el fútbol femenino ha experimentado un proceso global de expansión, profesionalización y visibilidad mediática. Chile no ha sido la excepción. La clasificación de la selección femenina al Mundial de Francia 2019, sumada a la obtención del subcampeonato de la Copa América 2018, significó un punto de inflexión en la narrativa deportiva nacional. Por primera vez, el país no solo hablaba de mujeres futbolistas; las reconocía, celebraba y acompañaba en masa.
Sin embargo, este reconocimiento no ha sido acompañado por una transformación estructural acorde con el crecimiento deportivo y social del fenómeno.
El fútbol femenino chileno está atrapado en una contradicción sistémica: su visibilidad aumenta, mientras su base material y organizativa continúa siendo profundamente precaria. En tiempos en que el rol de la mujer en la sociedad se amplía este significativo crecimiento balompédico parece no traer consecuencias. ¿Por qué?
Diversos estudios del ámbito de las ciencias sociales del deporte (como los trabajos de Jean Williams, Jennifer Hargreaves y Silvia Bianchi) han demostrado que el crecimiento del fútbol femenino no es solamente un proceso deportivo, sino cultural y político. La presencia de mujeres en espacios tradicionalmente masculinizados como la cancha y el relato futbolístico cuestiona las visiones de género arcaicas, rompe estereotipos y redefine lo que entendemos por “deporte de masas”.
En Chile, la explosión mediática del fútbol femenino desde 2018 se ha traducido en un aumento del número de jugadoras federadas, en una mayor cobertura por parte de medios digitales y tradicionales, y en la incorporación de figuras femeninas al imaginario deportivo nacional. No obstante, esta visibilidad ha sido instrumentalizada por las instituciones sin modificar las condiciones materiales de las deportistas. La ANFP, los clubes y algunas marcas comerciales han capitalizado el entusiasmo, sin asumir las responsabilidades de un proceso real de profesionalización.
La Ley 21.436 de profesionalización del fútbol femenino, promulgada en 2022, obliga a los clubes a contratar de manera progresiva a sus jugadoras hasta alcanzar un 100% de profesionalización en 2027. Este hito legislativo, conseguido gracias al activismo de organizaciones como ANJUFF y las propias futbolistas, representa un avance formal. Pero la implementación práctica ha sido, hasta ahora, decepcionante. De acuerdo con un estudio realizado por el Centro de Estudios Sociales del Deporte de la Universidad de Chile (2023), menos del 40% de las jugadoras de la Primera División Femenina reciben un sueldo superior al salario mínimo. Muchas de ellas entrenan en canchas de pasto sintético en mal estado, comparten implementos con las divisiones inferiores masculinas y deben trabajar o estudiar para complementar ingresos. La ley ha sido interpretada por los clubes más como un obstáculo legal que como una oportunidad de desarrollo institucional.
El desempeño de Roja femenina, comparativamente muy superior al de su equivalente masculino desde hace ya bastante tiempo, ha encubierto una crisis más profunda: la falta de un modelo de desarrollo formativo sostenible. Mientras países como España, Inglaterra y Colombia han invertido en academias, campeonatos juveniles y tecnificación del fútbol base femenino, Chile continúa dependiendo del talento individual y de la perseverancia de entrenadores informales. La ANFP carece de un plan integral de desarrollo del fútbol femenino a nivel escolar, amateur y profesional. Esta desarticulación también se refleja en los procesos de selección nacional. No existe una red de detección temprana de talentos en regiones. Muchas jugadoras deben migrar a Santiago o directamente al extranjero para tener acceso a una competencia de nivel. Así, el fútbol femenino se convierte en una experiencia excluyente y centralista, que deja fuera a cientos de niñas con potencial.
Existe además un fenómeno discursivo que agrava esta contradicción: mientras se celebra la “mística” y el “sacrificio” de las jugadoras, se naturaliza que estas no puedan vivir del fútbol. Se romantiza la precariedad. En contraste, a los varones futbolistas se les exige rendimiento profesional y se les ofrece, incluso en las divisiones menores, condiciones materiales impensadas para sus pares mujeres. El relato épico de las mujeres que “juegan por amor” termina reproduciendo la desigualdad, al sostener un modelo basado en la admiración simbólica sin transformación estructural.
El fútbol femenino chileno se encuentra en un momento bisagra. Tiene la atención del público, el respaldo de figuras internacionales, una ley que reconoce derechos básicos, y una generación de jugadoras con un alto nivel competitivo. Pero si no se abordan las fallas estructurales —financiamiento estable, profesionalización real, desarrollo formativo, equidad territorial— el entusiasmo se diluirá.
Como ha dicho la socióloga brasilera Silvana Goellner, “el fútbol de mujeres no necesita favores, necesita políticas públicas”. La pregunta entonces es si Chile está dispuesto a pensar el fútbol femenino no como espectáculo accesorio, sino como un eje legítimo de su política deportiva nacional.
* Roberto Rabi González es escritor, abogado de la Universidad de Chile, profesor de Derecho Procesal y Penal e investigador de la Asociación de Investigadores del Fútbol Chileno (ASIFUCH).
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