La última semana de septiembre la opinión pública se enteró de que una reconocida política, candidata a alcaldesa por una emblemática comuna, tenía nominalmente una labor académica en una universidad privada recibiendo un ingreso de 17 millones de pesos mensuales. Según se informó, en su contrato la docencia era una actividad fundamental. La libertad ha sido el principal argumento para justificar -desde un porcentaje importante de la población- dicha cifra, instalándose en la discusión sólo superficialmente el significado de la labor académica, tanto en términos investigativos como docentes y de vinculación con el medio, y la retribución que esta merece.
Soy historiador, Doctor en Historia, académico del Instituto de Historia de la PUC, y he ejercido como docente en educación superior durante treinta y cinco años, 33 de los cuales ha sido de modo independiente, sin contrato, en distintas instituciones, desde un lugar que irónicamente algunos hemos distinguido como “boletariado”. El académico externo, adjunto o simplemente “a boleta” (denominación dependiente de la institución contratante, aunque coloquialmente suele conocerse como “profe taxi”) probablemente sea el verdadero sostén de la educación superior, ergo universitaria, sobre todo en el ámbito de las instituciones privadas. En el momento de escribir estas líneas no pretendo exponer el producto de una investigación elaborada científicamente, por lo que no soy capaz de evidenciar cada una de mis afirmaciones más allá de mi propia experiencia, pero creo probable afirmar que cerca del 60 % de las clases universitarias de pregrado, están bajo las responsabilidades de los académicos externos.
Lo menciono porque estos académicos suelen no ser menos calificados que aquellos “de planta”, llámeseles también asociados, asistentes o titulares dependiendo de aquellas mismas instituciones; son tan postgraduados como éstos últimos, suelen tener cantidad similar de publicaciones, y una labor de investigación también permanente, aunque no siempre vinculada a la certificación que le otorga los organismos oficiales. Sobre las publicaciones, aquellas no siempre se realizan desde algún medio acreditado científicamente, pero la vinculación con el medio desde la extensión masiva, de un tiempo a esta parte es tan valorada como el aporte científico desde los medios indexados, en la advertencia de la necesidad del imparto social de la labor académica.
Pues bien, estos académicos dan cuenta de un problema estructural que tiene la educación superior y que lamentablemente en ningún momento de la discusión, por el escándalo del a todas luces exagerado sueldo de la política en entredicho, se ha visibilizado, ni de parte de los críticos al sueldo de la candidata a alcaldesa ni menos de sus partidarios. El vínculo con el estudiante es una de las mayores formas de aprendizaje; el pensamiento crítico se construye en tensión, y las mejores síntesis son aquellas en que los contenidos compartidos son afrontados por el alumno, transformándose la docencia en una de los aspectos más gratificantes y constructivos de la labor académica, tanto en cuanto construcción de conocimiento como en lo que respecto al impacto social. Pero hay problemas estructurales severos. Los académicos a honorarios que, repito, sostienen al menos el 60 % de la docencia universitaria a nivel sistémico, firman contrato por lo general de 5 meses (son excepcionales las casas de estudio que lo redactan por seis), el que eventualmente se renueva al semestre o al año siguiente; nadie les asegura que el curso que dictaron lo volverán a impartir, lo que les da una precariedad laboral que se puede proyectar por años, si no décadas; por lo mismo, no pueden planificar la vida en relación a un ingreso regular pues éste depende de la cantidad de cursos que se dicte en el semestre o el año, pudiendo variar de uno a seis, cifra en mi opinión máxima de asignaturas para dictar con responsabilidad de excelencia, durante un semestre; el solo hecho de rentar sólo desde la boleta de honorarios en términos formales, implica una evidencia de precariedad que suele impedir la confianza de la banca, por lo que se dificulta el acceso a créditos y préstamos; no tienen oficina, con suerte una “sala de profesores”, lo que los obliga a ser más frecuente sus reuniones con los estudiantes en los patios, bancas y cafés de la intemperie, que en los espacios propiamente institucionales vinculados a Facultades o Institutos; los propios docentes “a boleta” consideran que su situación es un estado provisorio más que problemático, suponiendo que en algún momento aparecerá la oportunidad de un contrato fijo, momento que pude llegar después de años, décadas o puede simplemente no darse nunca; y por último, suele su labor ser desconsiderada por algunos académicos que tiene un contrato de planta institucional, aunque a través de estos aquellos pueden liberarse de clases de pregrado, con decenas de estudiantes en sala, y así pueden investigar, exponer y compartir sus conocimientos en cursos de postgrado y seminarios, con no más de quince participantes.
Pues bien, estos verdaderos soportes de la educación a nivel superior del sistema universitario chileno, académicos a honorarios, cuando tienen una situación laboral óptima que implica, atención, dictar unos diez cursos al año, cinco semestrales, y siempre que se tenga el grado de Doctor, reciben un ingreso que es doce veces menor que el de la antes aludida política, candidata a alcaldesa y docente de la universidad privada. Repito: doce veces menor. Espero haya consenso en la evidente injusticia.
La ignorancia de esta situación, o simplemente la ausencia del problema en el debate público que se instaló producto de la exposición de la remuneración antes mencionada, es particularmente peligrosa; evidencia la desconexión o derecha ignorancia de la clase dirigente chilena con las problemáticas de su sociedad, que ocupa prácticamente todos los espacios de poder político, económico y-ahora sabemos- de educación superior, dando cuenta de un régimen oligárquico, primero, y sobre todo -lo más peligroso- de una crisis de ese mismo régimen, asunto que conduce a desestabilizaciones, estallidos o derechamente revoluciones. Los primeros síntomas de estos últimos suelen darse, impactar, desequilibrar, atemorizar, pero por lo mismo suelen tener un efecto reaccionario donde las cosas suelen permanecer tal o peor a como estaban, con el peligro de que su próxima manifestación evidente, sea aún más agresiva que la anterior.
Atención con los síntomas y las enfermedades; los médicos suelen recomendar, cuando la molestia es preocupante, el diagnóstico certero para atacarlas a tiempo. Cuando no se hace, los desenlaces a veces son graves, si no fatales.
(*): César Albornoz Cuevas es historiador, Doctor en Historia, docente en la Pontificia Universidad Católica de Chile y lecturer en Stanford University, Bing Overseas Studies Program. Desde su interés por el rock y la música popular, sus temáticas han derivando hacia la nueva historia cultural, con temas que incluyen el cine y las artes plásticas, así como también la reflexión epistemológica a través de la teoría y el pensamiento histórico. Con publicaciones en Chile y el extranjero, su labor no se ha restringido a la academia convencional, desempeñándose también como colaborador de programas de radio y televisión, productor musical e investigador para el Archivo de Música Popular de la Universidad Católica AMPUC y el Archivo de Música de la Biblioteca Nacional de Chile.
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