Chile vive un momento excepcional desde la perspectiva de su propia historia y probablemente esta experiencia tenga una reverberancia mundial, en tanto implica el inminente colapso del experimento más extremo del capitalismo reciente.
Sin embargo, visto a la distancia, lo que sucede en el país también puede verse como un capítulo más de un fenómeno mayor: la inestabilidad creciente de América Latina, región que cuenta solo en 2019 eventos graves de malestar y protestas en Argentina, Bolivia, Ecuador, Colombia, Venezuela, Centroamérica, Haití y... Chile.
Ambas ópticas tienen un elemento en común: la elite chilena, política y económica, al igual que las elites de los países vecinos, se encuentran en una crisis de proporciones que les impiden comprender la naturaleza y la magnitud de los cambios telúricos que han sucedido en los países que hasta ayer manejaban a placer.
En Estados Unidos y Europa, a esa conclusión están llegando varios observadores de la realidad latinoamericana, como puede desprenderse de este artículo de la Deutsche Welle (DW), en la que califica a las oligarquías regionales como "autocomplacientes".
Según el medio alemán, Ingrid Spiller, directora del departamento de América Latina de la Fundación Heinrich Böll, las elites latinoamericanas "no quieren comprender lo que realmente le molesta a sus pueblos". Asimismo, Philipp Kauppert, director de la Fundación Friedrich-Ebert-Stiftung en Bolivia, dice según DW que "a pesar de las diferencias en la situación política [de cada país], la gente está insatisfecha con sus élites".
Por su parte, el diario uruguayo El Observador entrevistó al estadounidense Michael Shifter, presidente del Diálogo Interamericano, quien para el caso chileno habla de una "desconexión" de la elite con la sociedad, como ejemplo del contexto regional.
"El factor principal o más importante [de las crisis sociales] es el gran desencanto de muchos chilenos -y de los latinoamericanos- con la clase política y los partidos políticos. La desconexión entre las elites políticas de una generación y la ciudadanía, sobre todo los jóvenes, es realmente notable y creo que fue por eso que el estallido sorprendió a la clase política. No estaba enganchada, metida, conectada con la ciudadanía y esto ha sido un problema en Chile por varios años. No son solamente los temas de desigualdad, corrupción, inseguridad, y toda la lista, es la gran incapacudad de tratar esos temas y la falta de sensibilidad social de la clase política", dice Shifter.
Fuera de micrófonos varios analistas internacionales hablan derechamente de la incompetencia de las elites latinoamericanas, y en particular la chilena; descrita muchas veces como arrogante para el nivel básico de sus ideas, pues está acostumbrada a privilegios inmerecidos y a gozar de un prestigio heredado del -hasta antes del 18 de octubre- virtuoso modelo chileno.
Algo de lo anterior se vio en el performance de la ministra de medioambiente Carolina Schmidt en la COP 25, a quien ninguno de los atributos de clase que le son útiles en Chile, le funcionaron en España, cuando le tocó negociar en serio temas de primerísima relevancia mundial. "Una vez superada la agonía de la prórroga más larga de la historia de las cumbres del clima, algunos observadores y delegados de países europeos se preguntaban por qué Chile quiso presidir la COP25 si ha demostrado tanta torpeza y tan poco empeño en sacar su contenido adelante", escribio El Periódico de Barcelona tras el evento.
De tal manera, la parte más peligrosa de la trampa latinoamericana de los ingresos medios, la que hace que los países no puedan acceder al desarrollo, se debe, justamente, a la incompetencia de las elites en generar políticas socialmente redistributivas y económicamente diversificadoras.
Acostumbradas a crecer por el viento de cola de la expansión de una China hambrienta de todos los commodities latinoamericanos (algo que ya no es) y a tener sociedades segregadas incluso urbana y geográficamente, confundieron su propia prosperidad con la de un país que no ven sino es através de los datos estadísiticos y las encuestas, cuando no, los prejuicios.
Del otro lado de la balanza se encuentran las sociedades latinoamericanas reales, las cuales accedieron a grados de bienestar durante las décadas del boom de los precios de los commodities -con un crecimiento regional anual promedio de 4% entre 2003 y 2011- y por tanto tienen expectativas. Pero, a la vez, su nuevo estatus social es tremendamente vulnerable por la ausencia de sistemas auténticos de protección social, lo que queda en evidencia ante la más mínima baja en el ritmo del crecimiento de los países.
Lo anterior es algo que se relaciona íntimamente con la manera latinoamericana de ser de clases medias, pues el Banco Mundial comprende la pertenencia a ese segmento social como la capacidad de cada persona de vivir con entre 10 y 50 dólares diarios, lo que es muy distinto si es que se pertenece o no a sociedades que tienen protección social, o que tienen altos niveles de encarecimiento de la vida. Dos elementos que al menos en Chile se conjugan explosivamente.
A esto se suma la completa crisis de credibilidad de la clase política latinoamericana, arrastrada por los frecuentes e impunes episodios de corrupción que azotan los países. Según destaca Foreign Policy en un artículo que busca explicar la explosión social latinoamericana, el informe de Latin American Public Opinion Project, de la Universidad de Vanderbilt, revela que más del 80% de los latinoamericanos creen que al menos la mitad de los políticos son corruptos. En el caso de Chile, con el segundo nivel más bajo, solo 8,5% de sus ciudadanos confía en sus partidos políticos. Y se trata de datos de 2017, es decir, sin contar el actual estado de ánimo.
Según la publicación, además, esta clase política latinoamericana ha fallado en renovar liderazgos desde la perspectiva del origen social e incluso a nivel etáreo, Foreign Policy ejemplifica con Chile, y el traspaso de la posta presidencial de Bachelet a Piñera, de Piñera a Bachelet y de Bachelet a Piñera:
"En Chile, 30 años de gobierno democrático no han logrado producir la sangre nueva que tanto se necesita en la cumbre. Los últimos cuatro períodos presidenciales fueron ocupados por dos personas elegidas para períodos no consecutivos, Michelle Bachelet (entre 2006 y 2010, y entre 2014 y 2018) y Piñera (entre 2010 y 2014, y 2018 a la fecha). A pesar de estar en lados opuestos del espectro político, tanto Bachelet como Piñera se consideran parte de la élite política, fuera de contacto con las preocupaciones de los votantes", dice el artículo.
Dada la abundancia de ejemplos que implican a Chile como el caso más señero o reciente del fracaso de las elites, la situación parece tener cierta excepcionalidad y su estudio puede llegar a servir para comprender la realidad latinoamericana general e incluso global. Esto, ya que Chile representa el extremo mundial del capitalismo, como Corea del Norte, lo es para el socialismo.
El nuevo modelo chileno
En el análisis, el estallido social chileno implica una manifestación rotunda de malestar social y popular con efectos políticos inusitados, fundacionales, incluso revolucionarios, tal vez. La población ha descubierto la naturaleza misma de la soberanía popular, que se ejerce en presencia del propio cuerpo en el espacio público y en la deliberación de la calle, con efectos mucho mayores que a través del ejercicio cotidiano del voto.
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"¿Cómo se ve eso sociológicamente? La ciudadanía siente que ya no tiene representantes. Por tanto hay una crisis de representación, por eso es que a estos señores les dieron carta de finiquito, de desahucio. Es un aviso: a ustedes los vamos a eliminar. Cuando un pueblo no se siente representado por la élite política, comienza a auto representarse. Eso ocurrió con estas manifestaciones callejeras. Ocurrió con la formación de los cabildos abiertos. Ahora todo el mundo está aprendiendo a organizar las asambleas comunales, el proceso se está consolidando. Por lo tanto, van surgiendo proyectos de representación institucional distintos, que se oponen a las viejas estructuras. Los sociólogos lo llaman dualidad de poder", reflexiona al respecto el historiador Gabriel Salazar en una entrevista a INTERFERENCIA.
Eso habla de una ciudadanía mucho más madura que en 1983 y 1984, fechas de las últimas grandes protestas, pues ahora los chilenos saben que no es cosa de llegar y pasar fusil, ni siquiera es cosa de pasar perdigoneras ni lacrimógenas, y así apagar el descontento. Una fórmula histórica que habían aplicado varios gobiernos, no solo el de Augusto Pinochet en los 80, sino que también los de Eduardo Frei Montalva (Pampa Irigoyen, 1969), Jorge Alessandri (Matanza de la población José María Caro, 1962), Gabriel González Videla (Huelga de la Chaucha, 1949), Alfredo Duhalde Vásquez, como vicepresidente de José Antonio Ríos (Matanza de la Plaza Bulnes, 1946), Arturo Alessandri (Matanza del Seguro Obrero, 1938 y Masacre de Ranquil, 1932) o Pedro Montt (Matanza de Santa María de Iquique, de 1907, la que cumple su 112° aniversario hoy), entre otras.
Hoy hay mayor conciencia y capacidad de exigir los derechos humanos y políticos por parte de los ciudadanos de a pie. También este pueblo -palabra en desuso hasta ahora- sabe endosar la violencia sufrida al poder político, y cuenta con maneras de expresión y representación que ya no requieren del control de un puñado de medios de comunicación, centralmente coordinados, pues existen redes sociales y medios independientes que superaron con creces lo que antes se llamaba cerco informativo. Además, es un pueblo que ha demostrado tener paciencia, por lo que puede esperar movilizado por largo tiempo.
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Pero no es una revolución socialista. Se trata de un fenómeno asociado a la modernización del país, de la mano de una ciudadanía que ha incrementado su capital cultural gracias a las últimas décadas de crecimiento económico y la expansión del crédito que les dio acceso a la educación, siendo 2/3 los alumnos universitarios actuales la primera generación de sus familias en esa condición. Es por eso que las demandas, siendo moderadas en perspectiva mundial (pensiones, salud, educación, equidad y dignidad), tienen implicancias revolucionarias, pues significan el desmonte del modelo del capitalismo extremo que gobierna.
De tal modo el fenómeno choca de frente con los intereses del capitalismo mundial, de la oligarquía chilena y del mismo presidente Piñera. Algo que no puede estar mejor expresado que en las AFP: un valiosísimo aporte al mercado de capitales, pero absolutamente insuficiente en su capacidad de ofrecer pensiones dignas a un país abusado laboralmente por los bajos sueldos y por la simplicidad de una economía rentista que no ofrece mayor movilidad social de la que ya hubo.
¿La solución de las AFP? Técnicamente no debiera ser tan difícil: disolverlas en un plazo de 10 o 20 años, para no producir un colapso financiero, y reemplazarlas por un sistema mixto de capitalización individual, validado por incrementos reales en los salarios vías reformas laborales, y aporte estatal, asegurado vía impuestos al 1% más rico.
El problema está en quién hace eso y muchas otras cosas más que implican en la práctica desmantelar el poder de las elites -politicas y económicas- tal como lo conocemos. Sin dudas, no van a ser ellas mismas ¿Lo podrán hacer las nuevas clases medias cuando encuentren su propia forma de expresión política?
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