Las dos versiones de La invasión de los usurpadores de cuerpos (Don Siegel, 1956, y Philip Kayfman, 1978) y la interminable retahíla de ficciones sobre zombies (George Romero, David Cronenberg et al.) han conformado una tradición de cine político que parece no agotarse.
Desde la ambigüedad de la cinta de Siegel, donde los cuerpos usurpados bien podían ser los comunistas o quienes los perseguían, y la de Kaufman, donde el quiebre estaba marcado por la contracultura y sus enemigos, estos seres no humanos que alguna vez lo fueron sirvieron para verbalizar (e iconizar) el temor al otro en un país construido sobre fracturas de dimensiones geológicas. Fracturas sistemáticamente cubiertas por capas de pintura patriotera, desfiles ridículos y un autoasumido rol cautelar y salvador de los destinos del mundo. Englobado todo por un discutible uso de la palabra sueño.
En el papel, Misa de medianoche pertenece orgullosamente a esta tradición, teniendo muchos de los elementos que la caracterizan: la acción se sitúa en una comunidad pequeña y aislada, pero que funciona como sinécdoque del total; lo sobrenatural se entromete insolentemente como caja de resonancia de un mal que ya existía; una vez que se desata la plaga, ya no estamos ante una ficción terrorífica sino ante la realidad terrorífica que otros vivieron y viven, acá y en muchos otros lugares del globo.
Sin embargo, al mismo tiempo esa serie del estadounidense Mike Flanagan se desvía del rumbo ya mencionado y lo hace de una manera tal que enriquece esta forma de ficción, e incluso –con un poco de suerte– puede hacer más llevadera la mutua comprensión y la convivencia en sociedades altamente tensionadas.
Sin embargo, al mismo tiempo esa serie del estadounidense Mike Flanagan se desvía del rumbo ya mencionado y lo hace de una manera tal que enriquece esta forma de ficción, e incluso –con un poco de suerte– puede hacer más llevadera la mutua comprensión y la convivencia en sociedades altamente tensionadas. Como la estadounidense. Como la nuestra.
Todo parte con un accidente de tráfico, donde un conductor ebrio llamado Riley Flynn (Zach Gilford) asesina a una adolescente cuya imagen lo acompañará durante el juicio, los cinco años de prisión y el retorno a su pueblo natal, Crockett Island, una isla ficticia de 127 habitantes ubicada frente a la costa oeste de EE. UU. Lo suficientemente al norte para que la luz sea escasa y desprovista de calidez.
Antes de su llegada, la isla se nos presenta con breves inserts de sus casas, su puerto y sus calles desiertas, diciendo económicamente y con ojo cinematográfico que se trata de un lugar en acelerada decadencia. Junto con Riley, debía volver a la isla el anciano sacerdote católico y pilar de la comunidad, pero en su lugar llega el padre Paul (Hamish Linklater), joven, carismático y enigmático; pues desde el principio se nos informa que no vino solo.
Los capítulos 1 y 2 –titulados Génesis y Salmos– presentan fluidamente las desconfianzas, rencores y grandezas de esta comunidad agonizante, cuyo alcalde no se distingue de sus conciudadanos, y donde ejercen algún liderazgo un policía musulmán (Rahul Kohli), una médica atea (Annabeth Gish) y una asistente del sacerdote (Samantha Stoyan) que en la práctica tiraniza sutilmente al resto del pueblo con su fanatismo puritano.
Ok, esto lo vimos en Twin Peaks (y en una larga estirpe de pueblos chicos e infiernos grandes), pero todo decanta hacia lo sobrenatural, primero, para que nos relacionemos con la pantalla desde el susto y la sorpresa, y después, derechamente con el terreno de los milagros, como en Ordet (Carl Th. Dreyer, 1955).
Si algo se le puede criticar a la serie, es que devela demasiado pronto su intención política –capítulo 3, Proverbios–, dejando el terror, sus códigos y sus trucos en un segundo plano. A partir del primer milagro, las lesiones corporales desaparecen, los cabellos se oscurecen, los embarazos desaparecen sin interrumpirse. A partir del primer milagro, empieza a ocurrir una restauración, entendida como reparación de lo que no debía estar descompuesto, generándose un efecto que, en inglés, podríamos enunciar como Making Americans Great Again.
En efecto, lo que empieza a ocurrir al alero de los sobrenatural es el despliegue de la promesa fascista al ciudadano común, aquella que dice que volverán los días pasados (imaginados más bien) en que todo era mejor y más simple.
Riley desconfía de esto, y durante un par de capítulos la serie se sostiene en sus conversaciones paralelas con el padre Paul y con Erin (Kate Siegel), una novia de su juventud que regresó a la isla tan derrotada como él. Lejos del terror y de la política, estas conversaciones agregan a la serie de un espesor dramático convincente, e incluso se aventuran en la especulación metafísica –sobre la muerte y la divinidad– de una manera original y extremadamente ambiciosa: escogiendo las palabras correctas para que ateos y creyentes –o conservadores y liberales– puedan entenderse y, finalmente, dialogar.
El episodio 5 –Evangelio– es una obra maestra de relato y elocuencia, al concentrar altas dosis de información e intensidad en una puesta en escena tan simple como dos personas sentadas en un bote rodeado de mar. En cambio, el episodio 6 –Hechos de los Apóstoles– despliega otras virtudes y otros recursos más asociados al thriller o derechamente al terror, como una potencialmente icónica marcha con velas hacia la misa de medianoche en que se esparcirá “la palabra”.
Por lo mismo, el cierre de esta serie no produce alivio, sino una tristeza profunda en su intensidad y cósmica en su alcance.
Naturalmente que todo termina con el Apocalipsis, pero este puede tomar muchas formas. Hay algo profundamente desbordado en el cierre de Misa de medianoche, zigzagueante y coral. [ALERTA DE SPOILER] Zigzagueante por las súbitas alteraciones de ánimo y de acciones involucradas, y coral, porque la masa adquiere un raro protagonismo, el de recuperar cierta consciencia respecto de la promesa fascista que alguna vez creyeron y que tal vez puede desaparecer como un mal sueño. [FIN DE LA ALERTA]
En vez de zombies, vampiros o cuerpos usurpados, el “otro” políticamente hablando adquiere otra densidad y otra dignidad, que podrá ser inútil en lo político –la verdad es que no lo sabemos–, pero sí agrega una nueva carta al naipe de este género. Por lo mismo, el cierre de esta serie no produce alivio, sino una tristeza profunda en su intensidad y cósmica en su alcance.
De algo que hayan servido los cuatro años de Trump en la Casa Blanca.
Acerca de
Título: Midnight Mass
País: EE. UU.
Exhibición: Una temporada de siete episodios (2021)
Creada por: Mike Flanagan
Se puede ver en: Netflix
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