Cuando estaba haciendo mi pasantía doctoral en Barcelona en 2016 un buen día me di cuenta de que me había dejado tanto estar con mi barba que más parecía un náufrago, así que decidí ir a una perruquería, que así se dice en catalán, “peluquería”. Había una a un par de cuadras por el Born donde me estaba quedando y me atendió un barbero árabe. Yo pensaba que era llegar y cortar la barba con máquina, lo que no me tomaría más de diez minutos de mi tiempo. El barbero hizo lo suyo en cinco minutos con la máquina y yo me estaba levantando del asiento de peluquero cuando se apoyó con las manos en mis hombros y me dijo, “no, no he terminado”. Sacó una navaja y empezó a delinear mi barba -no si mis reclamos- y esto le tomó como veinte minutos más. Al final puso un espejo delante mío y me sorprendí de tener la barba tan delineada que incluso me parecía -un poco; estoy exagerando- a Omar Borkan, el hombre más guapo del mundo.
Salí de la perruquería no sé si ufano o atemorizado y con el tiempo se me olvidó la experiencia. Hasta que en 2018 me tocó dirigir un taller sobre pruebas estandarizadas de escritura en Quito, Ecuador. Esos días andaba, nuevamente, con una barba de náufrago, así que fui a una barbería que quedaba en el Quicentro, un mall quiteño.
La experiencia fue aún más traumática que la de Barcelona. Los asientos de la barbería parecían bergeres steampunk, los colores, los espejos, los atuendos de los barberos eran al mismo tiempo vintages e hipermodernos. Y quien me atendió me dijo que se iban a tomar como una hora en “hacerme la barba”. La cosa es que me suben a uno de esos asientos steampunk y lo reclinan hasta que quedé horizontal, luego me empezaron a amononar la piel con unas toallas humedecidas calientes, y finalmente pasaron a rasurarme con navaja. Cuando me iban a empezar a hacer el delineado les dije, “no, eso sí que no”: no quería quedar por segunda vez en un par de años como el hombre más guapo del mundo.
A qué voy. Es medio obvio. En los últimos meses mucha gente ha reparado a que Santiago se ha llenado de barberías y hay todo un comidillo que sugiere que se trata de lugares de lavado de dinero. No me voy a ir, eso sí, por ahí, sino a que dichas barberías han empezado peligrosamente a parecerse a la de Barcelona o a la de Quito. Lo que más me llama la atención es ese delantal casi metálico que se empotran los barberos acá que más parecen una coraza como las que se usan en las fundiciones, les falta a los barberos solo ponerse un casco como los que usan las personas que hacen soldadura al arco. Y para qué hablar de las navajas, que resultan perturbadoras. Siempre pienso que me van a cortar el pescuezo como hacía el legendario Sweeney Todd.
Y no es tan loco eso. Leía hace unos meses que los típicos postes girantes de las entradas de las peluquerías y barberías, esos de colores en espiral rojos, azules y blancos, datan de antiguo y representan los trabajos que hacían los viejos barberos, esto es no solo cortar el pelo y la barba, sino que también oficiar de cirujanos -donde el blanco del poste representaba las vendas y el rojo la sangre, y de ahí creo que vienen las navajas-.
Los postes tricolores de barberías no se veían prácticamente nada cuando yo era chico, y ahora hay como uno por cuadra, y el susto a los Sweeney Todd me ha aumentado. A veces creo que lo único que falta es que se ponga un cuarteto a cantar a la entrada de estos locales como se hacía en los Estados Unidos en el siglo XIX e inicios del XX; un barbershop quartet, como el de Los Borbotones de Los Simpson.
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