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Viernes, 18 de Julio de 2025
Hace 50 años

La represión brasileña en el Estadio Nacional

Roberto Simon

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Miles de detenidos en el Estadio Nacional Foto de Koen Wessing
Miles de detenidos en el Estadio Nacional. Foto: Koen Wessing.

El texto a continuación es un extracto del libro El Brasil de Pinochet, una exhaustiva investigación de Simon, periodista carioca, sobre la dictadura brasileña, el golpe en Chile y la guerra fría en América del sur, publicado recientemente en el país por LOM Ediciones. La obra, de más de 500 páginas, aporta antecedentes relevantes y desconocidos hasta ahora, sobre la colaboración de la dictadura militar brasileña con su par chilena.

El día 15 de octubre a las 11:40 horas aterrizó en el aeropuerto de Los Cerrillos, en Santiago, un bimotor Avro C-91, con el número 2500 de la Fuerza Aérea Brasileña, pilotado por el mayor Zilson Luiz Pereira da Cunha. El avión partió de São Paulo e hizo escala en Montevideo antes de tomar rumbo a los Andes. Su «Permiso de Sobrevuelo y Aterrizaje» -formulario que el coronel Walter Siqueira, agregado militar de la embajada, entregaba a los chilenos para obtener el aval para vuelos oficiales- tenía algunos puntos inhabituales. A diferencia de los aviones que habían aterrizado en los días anteriores, aeronaves Hércules C-130 llevando alimentos y remedios, aquel tenía por objetivo el transporte de pasajeros. Pero el campo que debería ser completado con el nombre de las personas a bordo fue dejado en blanco; el único que consta es el del piloto. Más abajo en la página, en un espacio reservado para «observaciones», el coronel Siqueira hizo una anotación: «Sobrevuelo autorizado verbalmente por el Sr. Oficial de enlace de la FACH (Fuerza Aérea de Chile), con autorización número 209/73, por motivos de urgencia». Por qué el transporte de aquellos pasajeros era urgente, es algo que no está explicado.

La dictadura intentó que la presencia de agentes brasileños en el Estadio Nacional no dejara ningún rastro en forma de documentos. Y casi lo consiguió, si no hubiera sido por el incauto Días Costa. Hasta hoy fueron encontrados tan solo dos registros oficiales que comprueban que los militares de los servicios de represión de la dictadura brasileña actuaron en el campo de prisioneros, ambos de autoría del diplomático que había provocado la cólera de Gibson Barboza.

El primer mensaje del cónsul fue enviado el mismo día en que los agentes brasileños desembarcaron en Chile. Tiene tono de sorpresa. Días Costa cuenta que su vicecónsul había ido al estadio a tratar con autoridades chilenas y se encontró con un grupo de «policías» venidos de Brasil, acompañados por el sargento del Ejército que trabajaba en la embajada como ayudante personal del coronel Siqueira.

“Comunico a su señoría que el vicecónsul Lelio Demoro acaba de regresar del Estadio Nacional [...] y ahí se topó con aproximadamente cinco policías brasileños que se encontraban acompañados del sargento Deoclécio Paulo, ordenanza del agregado militar y aeronáutico de la Embajada de Brasil en esta capital, que ya estaban ocupándose de la situación de los brasileños ahí detenidos".

La dictadura intentó que la presencia de agentes brasileños en el Estadio Nacional no dejara ningún rastro en forma de documentos. Y casi lo consiguió, si no hubiera sido por el incauto Días Costa. Hasta hoy fueron encontrados tan solo dos registros oficiales que comprueban que los militares de los servicios de represión de la dictadura brasileña actuaron en el campo de prisioneros.

Dos semanas después, mientras intentaba justificar a Gibson Barboza la liberación de los tres brasileños, el cónsul nuevamente citó la presencia del grupo en el estadio. Presionado por el ministro para que justificara sus acciones, disparó: «Dejé de transmitir a la Secretaría de Estado [las informaciones sobre la salida de los tres] porque aquí llegó, al día siguiente, un avión de la Fuerza Aérea Brasileña trayendo autoridades que pasaron a toda prisa para lidiar con los brasileños detenidos en el Estadio Nacional".

El sargento Deoclécio Paulo o «Mestre Deo», citado en el primer mensaje, fue uno de los pioneros del jiu-jitsu en Brasil. Décadas más tarde continuaría dando clases en una academia en Brasilia, tal como lo hizo, aunque de manera improvisada, durante los dos años que pasó en Santiago bajo las órdenes del coronel Siqueira. Especialista en torsiones y estrangulamientos, es el único identificado nominalmente en los documentos sobre los agentes brasileños que estuvieron en el Estadio Nacional. Cuarenta años después diría que jamás había pisado el lugar. Sobre las dos medallas que colgaban de su pecho explicaría que las condiciones de trabajo eran peligrosas.

Pero Paulo, un sargento, era probablemente una figura secundaria entre los agentes brasileños que pasaron por el campo deportivo chileno. Más de cuarenta años después, uno de ellos aceptó contar su versión, con la condición de que su identidad fuera preservada. El «Dr. Pinto» -su apodo en el mundo de la represión- era un capitán de la Aeronáutica que se especializó en el Partido Comunista Brasileño. Vivía en Río, pero viajaba todos los meses a São Paulo llevando una gruesa carpeta con fichas de nuevos «terroristas» detenidos. Se jactaba de encontrar siempre abiertas las puertas de los DOI-CODI de ambas ciudades, aunque no perteneciera al Ejército ni a ninguna fuerza policial.

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Miles de detenidos en el Estadio Nacional. Foto: Koen Wessing
Miles de detenidos en el Estadio Nacional. Foto: Koen Wessing.

Según el capitán, aproximadamente un mes después de la caída de Allende le llegó la orden de hacer las maletas. Había una «misión especial». El Dr. Pinto dijo haber embarcado en el Avro C-91 en la Base Aérea de Galeáo con otros cuatro oficiales de inteligencia. El comandante de la misión era el coronel Sebastiáo Ramos de Castro, de la Agencia Central del SNI, el mismo que había recibido a un emisario del almirante Merino en Brasilia semanas antes del golpe chileno. El Centro de Informaciones del Ejército contaría con dos representantes, el mayor Víctor de Castro Gomes y el teniente coronel Paulo Barreira, un rubio grandote que los prisioneros brasileños habrían identificado erróneamente como el capitán de fragata Alfredo de Magalháes. Había, además, un segundo capitán de la Aeronáutica, del área de contrainformaciones. Los cinco oficiales habrían sido escogidos para hacer parte del viaje en función de las informaciones que poseían en aquel momento sobre opositores en Chile. «Nadie fue de paseo», dijo el Dr. Pinto. El servicio de inteligencia de la Marina, el CENlMAR, habría quedado fuera de la misión.

Antes de dejar el territorio nacional, el avión habría hecho una escala en São Paulo para recoger otro pasajero. El coronel Ênio Pimentel da Silveira, el «Dr. Ney». era el jefe de investigaciones del DOI-CODI de São Paulo, además de uno de los más prolíficos matadores que tenía el régimen nacido en 1964. Él fue el último en incorporarse al grupo. De la capital paulista, el bimotor paró para reabastecer en Montevideo y, atravesando nubes bajas, venció los Andes. Por fin tocó la pista de Los Cerrillos al final de la mañana del día 15 de octubre.

El Dr. Pinto cuenta que el día de su llegada a Santiago, los agentes -sin los coroneles Castro y Silveira- fueron llevados al Estadio Nacional. Vestían terno y corbata y habían recibido una especie de laissez-passer de las autoridades chilenas. Aun así, habrían sido sometidos a una larga revista después de cruzar los portones. Se temía que el MIR u otro grupo armado arriesgara una operación de rescate.

El Dr. Pinto admitió que los oficiales brasileños fueron testigos de escenas de extrema violencia. Pero se negó a dar detalles de los episodios. Según el capitán de la FAB, únicamente los soldados chilenos habrían cometido las agresiones. Agentes de la represión brasileña habrían tenido un papel secundario, proporcionando informaciones a los anfitriones, sin torturar conciudadanos u otros detenidos en el estadio.

Los presos brasileños en el estadio recuerdan que su primer contacto con los agentes recién llegados de Río tuvo lugar en el centro del campo de fútbol, con los detenidos ordenados en filas. Los visitantes traían en las manos álbumes de fotos y fichas criminales y pasaban identificando uno a uno, en silencio. Hacía semanas que la lista de los presos había llegado a los diversos órganos de inteligencia de la dictadura, parcialmente elaborada por Itamaraty. En el centro del césped, los brasileños habrían sido subdivididos en tres grupos más pequeños para ser interrogados en los días siguientes.

Desde el primer momento los presos percibieron que se trataba de agentes brasileños. No era difícil. Los dossiers en las manos de los visitantes estaban en portugués y era posible oírlos cuchichear en la lengua materna. La manera de vestirse era diferente de la moda chilena y algunos tenían un tipo físico que no existía entre las fuerzas de seguridad de Chile. Más de uno tenía un tipo de piel morena poco común entre los chilenos, y uno de ellos era negro.

El Dr. Pinto afirma que el primer objetivo de los agentes fue identificar a los brasileños presos, ya que varios de ellos estaban en Chile con nombres «fríos» (falsos). La tarea sería llevada a cabo con facilidad. Según él, el mismo viernes que llegaron, los oficiales brasileños fueron conducidos por el mayor Mario Luis Lavanderos, responsable de los extranjeros detenidos en el estadio, a consultar una caja donde guardaba las fichas de los ciudadanos no chilenos detenidos, con nombre y fotografía. Los agentes recién llegados compararon las fichas chilenas con los documentos que tenían. Los nombres que ellos jamás habían oído fueron colocados de lado. Serían irrelevantes o brasileños en la clandestinidad, con identidades falsificadas.

En aquella primera ida al estadio y en los días siguientes, el mayor Lavanderos recibió al grupo. Hasta que un día desapareció. Al preguntar sobre el chileno, uno de los oficiales brasileños habría escuchado decir: «Lavanderos se fue». Después, los agentes brasileños descubrieron que había sido asesinado en el casino de la Academia de Guerra.

Según el Dr. Pinto, los agentes brasileños se hospedaron en el hotel Carrera, un edificio con ventanas verticales alargadas, orientadas hacia la calle, en la vereda opuesta a La Moneda en ruinas. El lugar de hospedaje era una opción incauta para una misión secreta: el Carrera era el hotel más conocido de Santiago y en aquellos días hospedaba a decenas de reporteros extranjeros, a un grupo de funcionarios de Amnistía Internacional e incluso a parientes de brasileños presos en el estadio. Las jornadas en Santiago seguían una misma rutina, dijo el oficial aviador. Comenzaban temprano con un conductor chileno en el lobby del hotel para llevarlos, en un Volkswagen modelo escarabajo al campo de prisioneros. Y terminaban por la noche, con una reunión de menos de una hora en el cuarto del coronel Castro, en la que discutían las informaciones obtenidas a lo largo del día. Debido a los tiros que aún eran disparados en las calles de la capital chilena, los oficiales brasileños habrían sido aconsejados de guardar distancia de las ventanas y no salir del Carrera. Castro y Silveira habrían mantenido una agenda separada y no iban al estadio como los demás.

Sobre qué hacían exactamente durante el día los agentes enviados de Brasil, el relato del Dr. Pinto diverge en puntos esenciales de la memoria de los presos brasileños y chilenos. En la versión del oficial, él y sus colegas estaban en una sala en el último piso del estadio. El espacio tenía mesas pequeñas, cada una con un interrogador y, al lado, un soldado con una porra en la mano. Según los exiliados Tomás Togni Tarquinio y Nelson Serathiuk, los agentes brasileños generalmente estaban detrás de los chilenos y les pasaban papelitos doblados con preguntas específicas a ser hechas. Querían, sobre todo, saber cómo funcionaba la caixinha, el fondo que mantenía la comunidad de los exiliados, y acerca de organizaciones como el PCBR, escisión del PCB creada por uno de los líderes de la comunidad de exiliados en Chile, Apolónio de Carvalho. La Aeronáutica distribuyó a otros órganos de inteligencia una lista con nombres de los exiliados que habrían recibido dinero comunitario en Santiago; según el Dr. Pinto, la información habría sido obtenida por otro capitán de la Aeronáutica, especialista en contra informaciones enviado a Chile. "Otro preso brasileño, Nielsen de Paula Pires, afirma que las respuestas eran colocadas en dos formularios separados, uno en español y otro en portugués".

Exiliados brasileños e incluso presos chilenos cuentan una historia diferente. Gomes afirma que algunos brasileños fueron llevados a una segunda sala más pequeña, cerca del área del estadio reservada a la prensa. En ella dice haber visto una macabra colección de instrumentos [...] Una réplica de las salas de tortura que funcionaban en Brasil.

El exiliado Osni Geraldo Gomes cuenta que, enfurecido con un interrogado, uno de los agentes brasileños soltó del fondo de la sala una palabrota en un descalabrado «portuñol». Otro provocaba a los presos coterráneos silbando la melodía de «Acuarela de Brasil», con una sonrisa en los labios. Gomes también afirma que, desde el comienzo de los interrogatorios, los oficiales brasileños intentaban imponer un clima de terror. Por ejemplo, el exiliado Luiz Carlos Guimaráes estaba con nombre falso en el estadio, «Pedro Paulo de Souza». Después de ser puesto en pie en la sala para prestar declaración, habría escuchado, en portugués, del hombre rubio vestido de civil: «Mucho gusto, Luiz Carlos Guimaráes».

El Dr. Pinto admitió que los oficiales brasileños fueron testigos de escenas de extrema violencia. Pero se negó a dar detalles de los episodios. Según el capitán de la FAB, únicamente los soldados chilenos habrían cometido las agresiones. Agentes de la represión brasileña habrían tenido un papel secundario, proporcionando informaciones a los anfitriones, sin torturar conciudadanos u otros detenidos en el estadio.

Exiliados brasileños e incluso presos chilenos cuentan una historia diferente. Gomes afirma que algunos brasileños fueron llevados a una segunda sala más pequeña, cerca del área del estadio reservada a la prensa. En ella dice haber visto una macabra colección de instrumentos: soldadores incandescentes, una plancha de madera inclinada con una maquinilla llamada de maricota, un aparato con una manivela utilizado para dar choques eléctricos, y un pau de arara ya montado. Una réplica de las salas de tortura que funcionaban en Brasil. Gomes afirmó que había sido empujado puerta adentro por los chilenos y, al otro lado, recibido por los brasileños que no se incomodaban de hablar en portugués. Oficiales chilenos habrían entrado en la sala mientras él era preparado para ser colgado en el pau de arara.

En una declaración al Senado brasileño, en 2014, Gomes también narró cómo fue sometido, desnudo, a sesiones de choques eléctricos que solo paraban brevemente cuando los torturadores le tocaban el cuello para verificar si todavía había latidos. Afirmó que la tortura comenzó por la mañana y, al salir de la sala sangrando y casi inconsciente, el sol ya se había puesto. Otros sobrevivientes brasileños narran casos de violación sexual por agentes brasileños enviados a Chile.

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Portada del libro El Brasil de Pinochet.
Portada del libro El Brasil de Pinochet.

También presos chilenos afirmaron que fueron torturados bajo la supervisión directa de instructores brasileños. Según el artista Juan Sepúlveda, oficiales brasileños asistieron a su sesión de tortura y se impresionaron con la brutalidad de los chilenos. Las descargas de choques eléctricos quedarían grabadas para siempre en su memoria. «Sentía que mis órganos se me iban a salir de mi cuerpo». Eran tantos los presos chilenos y tan pocas las informaciones que los militares tenían sobre ellos que en varias ocasiones los interrogadores no sabían qué preguntar durante las horas de dolor y martirio. Aun así, continuaban con la tortura”.

El rastro de los oficiales brasileños en el Estadio Nacional también quedó en los documentos de la diplomacia estadounidense. El embajador de Estados Unidos en Santiago registró conversaciones sobre la presencia de agentes de Brasil, si bien minimizó las historias de tortura. Las fuentes de Nathaniel Davis eran funcionarios estadounidenses y canadienses de la ONU que trabajaban con refugiados, además de misioneros norteamericanos. Ellos relataron a diplomáticos de Estados Unidos que brasileños recientemente liberados del Estadio Nacional andaban diciendo que habían sido interrogados por «individuos que hablaban un portugués fluido y que ellos creían que eran policías brasileños o agentes de la inteligencia brasileña». Los religiosos oyeron de casos de tortura durante los interrogatorios de los brasileños, pero Davis dudó. Los funcionarios de las Naciones Unidas, reforzó el embajador, desconocían esas acusaciones.

Gran parte de los presos brasileños en el estadio había conocido la tortura antes de llegar a Chile. Ellos cuentan que, al ser detenidos por los chilenos, muchos fueron recibidos con palizas y simulacros de ejecución, que pasaron horas esposados en posiciones incómodas y que fueron víctimas de otras formas de violencia, pero no de tortura en el sentido estricto del término: el uso instrumental del dolor en su límite máximo para extraer una información específica que el interrogador quiere obtener. «Tortura es una técnica y al comienzo los chilenos solo sabían dar golpes al azar y humillar», dijo Nilton Bahlis dos Santos, natural de Río Grande do Sul, preso en el Estadio Nacional.

Los relatos de que los chilenos aún no sabían «extraer informaciones» divertían al coronel Adyr Fiúza de Castro, jefe del DOI-CODI de Río, a donde Solange Bastos fue llevada semanas después de retornar de Chile. Fiúza de Castro, que llamaba a las mujeres en su calabozo «mis niñitas», convocó a la joven que había estado presa en el Estadio Nacional para oír sus historias de Chile y se reía de las torpezas de los iniciantes. El tiempo de amateurismo duraría poco. Rápidamente la represión chilena se desenvolvería con pericia en el asunto.

También, presos chilenos afirmaron que fueron torturados bajo la supervisión directa de instructores brasileños. Según el artista Juan Sepúlveda, oficiales brasileños asistieron a su sesión de tortura y se impresionaron con la brutalidad de los chilenos. Las descargas de choques eléctricos quedarían grabadas para siempre en su memoria. «Sentía que mis órganos se me iban a salir de mi cuerpo». Eran tantos los presos chilenos y tan pocas las informaciones que los militares tenían sobre ellos que en varias ocasiones los interrogadores no sabían qué preguntar durante las horas de dolor y martirio. Aun así, continuaban con la tortura”.

Cómo y cuándo Brasilia y Santiago acordaron el envío de agentes brasileños al Estadio Nacional es incierto. Sin embargo, algunas pistas ayudan a componer el cuadro en el cual se inició la cooperación entre los dos submundos. Un día después del golpe, Cámara Canto recibió instrucciones de Brasilia para ofrecer a la recién nacida junta militar chilena «toda la asistencia que fuera posible y que pueda ser solicitada». Ambos regímenes temían una reacción de la izquierda chilena. La seguridad interna, incluyendo el apoyo para arrasar con los focos de oposición a la junta chilena era un asunto prioritario para los dos países.

Roberto Kelly -el emisario del almirante Merino que había ido a Brasil semanas antes en búsqueda de garantías de que Perú no atacaría a Chile en el caso de un golpe- contó que el día 13 de septiembre recibió una llamada telefónica especial. Kelly relató que habría escuchado del otro lado de la línea: «Aquí habla el Dr. Shulz, estuvimos juntos en Brasilia hace algún tiempo y necesito encontrarlo urgentemente». Era el coronel Ramos de Castro, que lo había ayudado en Brasilia y que dos días después del golpe estaba en Santiago. Según Kelly, Ramos de Castro lo convidó para una conversación en el lobby del hotel Carrera; esto ocurría un mes antes de que la misión brasileña arribara al Estadio Nacional, cuyos agentes se hospedarían en el mismo hotel.

El coronel habría afirmado que estaba en Santiago para rescatar espías brasileños «infiltrados en movimientos revolucionarios». Los dos discutieron también el paquete de ayuda financiera del gobierno de Médici a Chile; luego Kelly pasó a integrar el equipo económico del nuevo gobierno. Al día siguiente, el empresario dijo haber recogido al coronel en la embajada brasileña y haberlo llevado donde el almirante Merino, en ese momento, uno de los cuatro integrantes de la junta. y no supo más del caso.

Documentos estadounidenses corroboran gran parte de la historia. La diplomacia de Washington registró la presencia del «número dos de la inteligencia brasileña» en Santiago en aquellos días, relatada en un telegrama secreto de la embajada en Chile. Según Nathaniel Davis, la visita del agente del SNI estaba abriendo el camino para el primer paquete de ayuda financiera del gobierno Médici a la dictadura chilena.

En aquellos días, Davis incentivó la gestación de la colaboración chileno-brasileña en la lucha contra el enemigo interno. Dos semanas después del encuentro en el hotel Carrera, el embajador estadounidense y el general de la Fuerza Aérea, Walter Heitmann, indicado días antes para dirigir la Embajada de Chile en Washington, tuvieron una conversación reveladora sobre el asunto mientras almorzaban. Heitmann, un sujeto fuerte con más de 1,90 metros, manos enormes y estilo refinado, colocó el tema del apoyo del gobierno de Nixon a la lucha contra el «terrorismo urbano» en Chile. La junta creía que emprendería la guerra contra la subversión «en un futuro no muy distante», explicó el general. David entendió el pedido velado de ayuda y reaccionó con cautela. «Sería más fácil para el gobierno estadounidense considerar las necesidades de equipamiento técnico, como radios, en lugar de proporcionar personal para asesorar y entrenar [las fuerzas de represión chilenas]», respondió. En seguida completó: existía «una considerable experiencia en esa área entre algunos de los amigos latinoamericanos de Chile» y la junta debería buscar la ayuda de esos países.

Heitmann dijo que entendía la posición estadounidense e informó que Chile procuraría la asesoría de Brasil y de Uruguay. En verdad, afirmó el general, ya había «contactos preliminares en ese sentido» con los dos países del Cono Sur. «Espero que el gobierno chileno explore esas posibilidades», dijo Davis.

Esa misma lucha contra el «terrorismo urbano» en Chile, de acuerdo con el eufemismo utilizado por los embajadores, costaría la vida de tres ciudadanos estadounidenses. Los periodistas Frank Teruggi y Charles Horman fueron llevados al Estadio Nacional y asesinados; el caso del segundo fue retratado en el film Missing, del director Costa-Gavras. El matemático Boris Weisfeiler desapareció en el sur de Chile, cerca de la Colonia Dignidad, una colonia de inmigrantes alemanes «con tendencias neonazis», según el Departamento de Estado, que se transformaría en un centro de tortura del régimen de Pinochet.

Los relatos de que los chilenos aún no sabían «extraer informaciones» divertían al coronel Adyr Fiúza de Castro, jefe del DOI-CODI de Río, a donde Solange Bastos fue llevada semanas después de retornar de Chile. Fiúza de Castro, que llamaba a las mujeres en su calabozo «mis niñitas», convocó a la joven que había estado presa en el Estadio Nacional para oír sus historias de Chile y se reía de las torpezas de los iniciantes. El tiempo de amateurismo duraría poco. Rápidamente la represión chilena se desenvolvería con pericia en el asunto.

A inicios de octubre, el periódico Washington Post -el mismo que había revelado las sospechas de que la ClA y la ITT habían conspirado contra Allende- publicó el primer editorial con denuncias de graves violaciones de los derechos humanos en Chile después del golpe. En uno de los párrafos del texto alertaba: «Hay relatos inquietantes de que la policía de Brasil llegó a Chile para 'recuperar' algunos refugiados brasileños». La publicación fue posterior a la primera visita del coronel Ramos de Castro, comentada por diplomáticos estadounidenses en comunicaciones secretas. El editorial fue publicado exactos diez días antes de que el Avro con los agentes brasileños aterrizara en el aeropuerto de Los Cerrillos.

La ola de prisiones ilegales en masa inmediatamente después del golpe fue una táctica eficiente de la joven dictadura en Santiago para desarticular cualquier resistencia. Sin embargo, políticamente el resultado tuvo un costo que Pinochet y los demás comandantes militares no previeron. Con la atención de la prensa internacional y de los gobiernos occidentales dirigida hacia el cambio de régimen en Chile, el Estadio Nacional se convirtió rápidamente en el máximo símbolo de la tiranía, la violencia y la arbitrariedad impuestas sobre la más longeva democracia de la región. Incluso antes de completar un mes, el régimen chileno ya había erigido su Bastilla, que figuraba con destaque en los periódicos de todo el mundo, a excepción de Brasil, donde la censura bloqueaba casi todas las noticias sobre la represión en Chile.

Según el Dr. Pinto, la misión de los agentes brasileños en el Estadio Nacional fue suspendida porque comenzó a llamar demasiado la atención. Los presos brasileños afirman haber alertado al Comité Internacional de la Cruz Roja sobre la presencia de la misión venida de Brasil y, según muestran los documentos secretos estadounidenses, otras autoridades humanitarias rápidamente supieron de los nuevos visitantes. De acuerdo con el Permiso de Sobrevuelo entregado por el coronel Siqueira, el avión de la FAB que había llevado a los agentes a Santiago volvió a casa el día 21 de octubre. La misión brasileña al Estadio Nacional habría durado una semana.

Pero en los meses siguientes, la historia de los enviados de la dictadura de Brasil al infame centro deportivo chileno continuó ganando fuerza por el mundo. En Europa, Amnistía Internacional publicó un informe con datos precisos sobre la cooperación de la dictadura brasileña con la represión chilena. El documento fue organizado después de una visita de tres investigadores de la ONG europea a Chile y citaba fuentes de las propias fuerzas de seguridad chilenas. «Los encargados de lidiar con los prisioneros en el Estadio Nacional admitieron que policías brasileños estuvieron presentes en los interrogatorios y que los policías estaban ahí para enseñar a los chilenos los métodos brasileños», concluyó Amnistía. Los investigadores también oyeron de los militares «referencias específicas a un curso de cuatro días dictado por policías brasileños en el Ministerio de Defensa».

En entrevista a la prensa italiana, la viuda de Allende, Hortensia Bussi, denunció la participación de «elementos brasileños» tanto en el golpe como en el apoyo a la tortura en Chile. Carlos Altamirano, exsecretario general del Partido Socialista, afirmó que «centenas» de presos en el Estadio Nacional habían sido interrogados por brasileños «llevados por la ClA».

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Pinochet y Ernesto Geisel.
Pinochet y Ernesto Geisel.

En Estados Unidos, el caso de los asesores brasileños en Chile golpeó las puertas del Congreso en agosto de 1974. Una comisión de representantes de la sociedad civil de Chicago -incluyendo académicos, autoridades religiosas y el padre de Teruggi, uno de los estadounidenses asesinados después del golpe- visitó Santiago para investigar las violaciones. El dosier entregado a los congresistas de Washington contenía informaciones sobre abusos contra brasileños, incluyendo la tentativa de ejecución de Luiz Carlos Almeida Vieira, que después de caer baleado en el río Mapocho consiguió nadar y obtuvo asilo diplomático en Suecia. En otro parágrafo del informe consta un registro de los agentes brasileños en el Estadio Nacional: «Existe una convicción generalizada de que oficiales de Brasil, entrenados en el uso de métodos de tortura, fueron traídos [a Chile] inmediatamente después de la toma del poder por los militares, para interrogar prisioneros brasileños, además de chilenos». La misión también informó de relatos «no confirmados» de que la dictadura brasileña también había llevado a Chile aparatos de tortura, incluyendo máquinas de choques eléctricos.

Consciente del desastre de relaciones públicas, la junta chilena se apresuró en vaciar el Estadio Nacional y reconvertirlo de campo de detención en plaza de fútbol. Había en el calendario una oportunidad para cerrar el caso con una buena disculpa: el 21 de noviembre el campo deportivo debería ser la sede del segundo duelo entre Chile y la Unión Soviética por las eliminatorias de la Copa del Mundo, marcado antes del golpe. La junta militar quería hacer del partido una prueba de que el país había recuperado la normalidad.

El primer juego en Moscú -cuando Allende aún estaba vivo y Pinochet era un general constitucionalista- terminó empatado a cero. Quien ganara el segundo partido se clasificaría. Considerando el 11 de septiembre, las autoridades soviéticas avisaron que boicotearían la disputa si no era transferida a un campo «neutral». Los chilenos se negaron. Creyeron que sus contrincantes estaban fanfarroneando.

En Europa, Amnistía Internacional publicó un informe con datos precisos sobre la cooperación de la dictadura brasileña con la represión chilena. El documento fue organizado después de una visita de tres investigadores de la ONG europea a Chile y citaba fuentes de las propias fuerzas de seguridad chilenas. «Los encargados de lidiar con los prisioneros en el Estadio Nacional admitieron que policías brasileños estuvieron presentes en los interrogatorios y que los policías estaban ahí para enseñar a los chilenos los métodos brasileños», concluyó Amnistía. Los investigadores también oyeron de los militares «referencias específicas a un curso de cuatro días dictado por policías brasileños en el Ministerio de Defensa».

El 24 de octubre, una comisión especial de la FIFA, la Federación Internacional de Fútbol, fue al Estadio Nacional para analizar si el lugar reunía las condiciones para acoger el partido. Integraba el equipo el brasileño Abílio de Almeida, vicepresidente del sector de arbitraje de la federación. La mayor parte de los cerca de 7 mil presos fue encerrada en los vestuarios. Algunos, a través de las rendijas, vieron a los dignatarios del fútbol internacional recorrer el césped envueltos por un enjambre de periodistas ávidos por el veredicto. Después de una reunión con el ministro de Defensa, Patricio Carvajal, la FIFA anunció que la situación del estadio era de «tranquilidad absoluta». «No se preocupen con la campaña internacional contra Chile. En Brasil ocurrió lo mismo. Luego pasará», completó el visitante brasileño a la prensa.

La historia daba vueltas extrañas. Once años antes, el mismo Almeida, en aquel mismo Estadio Nacional, participó de la jugada fuera del campo que garantizó la presencia de Garrincha en la final de la Copa del Mundo, a pesar de que el artillero había sido expulsado en el partido anterior. Pelé, lesionado, ya estaba fuera. La selección dependía de las piernas arqueadas del camisa 7 y Almeida encontró una manera -jamás totalmente revelada- de convencer a las autoridades del fútbol mundial para que desconsideraran la tarjeta. El estadio se transformó en el templo de Garrincha, Amarildo, Zito y Vavá. Los tres últimos marcaron los goles de la final. Como el Brasil de Médici en el triunfo en la Copa de 1970, Chile quería hacer del fútbol una cuestión de Estado y orgullo nacional capaz de silenciar los gritos que escapaban de los calabozos (Argentina haría lo mismo cuando fue sede de la Copa de 1978). La importancia simbólica del juego contra la Unión Soviética era de tal magnitud que la junta chilena buscó al club Internacional, de Porto Alegre, para tener certeza de que el defensa chileno Ellas Figueroa -una de las estrellas del fútbol de Chile- sería liberado y entraría en el campo el día 21. Primero, la cancillería ordenó al encargado de negocios en Brasilia, Rolando Stein, que se involucrara personalmente en el caso. «Con el objetivo de mejorar las posibilidades del equipo nacional es imprescindible contar con el jugador chileno Elías Figueroa», escribió el canciller Huerta. Stein habló con el presidente del Inter, Carlos Stechman, que habría prometido ayudar. Los militares chilenos insistieron y despacharon a Brasil al almirante retirado Carlos Chubretovic, vicepresidente de la Asociación Chilena de Fútbol, que consiguió liberar a Figueroa.

Ante el riesgo de que la Unión Soviética cumpliera la promesa de boicot, Chile llamó al Santos para hacer el papel de equipo de reserva. El show debería continuar a cualquier precio.

El régimen de Leonid Brézhnev cumplió su palabra y renunció a la Copa en Alemania en nombre de la solidaridad con Allende. El día del partido, la selección de Chile entró primero en el campo sin adversario y, después de un desanimado intercambio de pases entre los atacantes, dispararon la pelota al fondo de la red. El marcador fue Chile 1 X URSS o y el árbitro dio el silbato de final del juego. El país de Pinochet estaba clasificado.

La escena sería recordada como «el gol más triste de la historia de Chile». Lepe, el jugador que había estado preso en el Estadio Nacional, asistía en silencio desde la gradería.

Acabada la escenificación, el Santos (sin Pelé) entró en el campo y goleó 5 a o a la selección chilena.



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