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Domingo, 10 de Agosto de 2025
Venezuela

Maduro y el chavismo enfrentan hoy su elección más incierta en dos décadas

Víctor Herrero A.

Con casi ocho millones de venezolanos refugiados en Sudamérica, los comicios de hoy son una elección casi local para los países de la región.

Los venezolanos concurren hoy a las urnas en una elección presidencial que podría ser la más relevante desde la victoria electoral de Hugo Chávez en diciembre de 1998, la que dio inicio a un cuarto de siglo de dominio chavista sobre ese país. Pero con su voto también influenciarán la política de todos los países sudamericanos.

La mayoría de las encuestas, cuya confiabilidad es incierta, dan por ganador al candidato opositor Edmundo González. Este ex embajador en Argelia y Argentina de 74 años asumió en marzo como abanderado de un amplio espectro de la oposición, que va desde socialistas y social-cristianos, a sectores conservadores, después de que instituciones controladas por el oficialismo descalificaran la candidatura de la popular ex diputada Corina Machado. Esta había ganado por amplia ventaja la elección interna de la oposición en octubre del año pasado.

Los comicios son seguidos de cerca por gobiernos y ciudadanos en toda Sudamérica que, para bien o para mal, han acogido a gran parte de los más de siete millones de venezolanos que durante los últimos 10 años han abandonado su país según datos de ACNUR, la agencia de la ONU para refugiados. Las razones de este éxodo, considerado el mayor en la historia reciente del hemisferio occidental, han sido la severa y prolongada crisis económica, la hiperinflación y, en menor medida, las restricciones políticas durante la última década. En otras palabras, la elección presidencial de Venezuela es vista como una elección interna tanto en Brasil, Argentina, Chile, Colombia, como en Colombia, Ecuador y Perú.

La elección presidencial de Venezuela es vista como una elección interna tanto en Brasil, Argentina, Chile, Colombia, como en Colombia, Ecuador y Perú.

A diferencia de años anteriores, cuando la oposición convocaba a cientos de miles de personas en Caracas, llevando a sangrientos enfrentamientos con las fuerzas de orden, el aire que se respira en el país es más de resignación que de combatividad. No hay venezolano que no tenga un familiar o amigo que haya emigrado a otro país. Aunque la derecha latinoamericana quiera retratar a Venezuela como una dictadura, lo cierto es que la libertad de expresión aún está intacta. En un reciente viaje de más de dos semanas por ese país, realizado en marzo de este año, lo pude experimentar en carne propia.

Conocí a decenas de venezolanos, desde pescadores a agentes de aduana, desde mineros a empleados de hostales u hoteles, desde bomberos de gasolinera, a motoristas en las más modernas BMW, y casi todo ellos tenían una cosa en común: es tiempo que Maduro se vaya, es tiempo que el chavismo -que para varios de ellos veían en luz positiva, sobre todo por sus primeros años- baje la cortina.

Tal vez sea ese fatalismo cotidiano –‘da lo mismo lo que pase, hay que seguir viviendo’- lo que ahora se pueda convertir en el peor enemigo del madurismo… en el momento menos esperado.

Venezuela, para bien o para mal

Nicolás Maduro fue el sucesor designado por el propio Chávez antes de fallecer de cáncer en 2013. Hoy, este ex conductor de bus y ex dirigente sindical de 61 años se enfrenta a su tercera elección. En 2013 ganó por menos de 2 puntos porcentuales en contra de Hernán Capriles, y en los comicios de 2018 obtuvo un sólido 64%. Pero esas elecciones fueron boicoteadas por gran parte de la oposición y tuvieron la participación más baja en la historia reciente de ese país, con menos del 50% de los ciudadanos acudiendo a las urnas.

A diferencia de 2013 o 2018, esta vez Maduro no enfrenta sólo las críticas de la derecha latinoamericana, sino que también de los presidentes o ex jefes de Estado progresistas de la región.

Para los comicios de hoy abundan las dudas sobre su legitimidad, ya que pocos, dentro o fuera de Venezuela, creen que serán limpias. Uno de los chilenos que está acreditado en ese país para observar las elecciones pone paños fríos. “El sistema de votación en sí mismo es muy difícil que sea manipulado”, afirma esta persona que, por su condición de observador, prefiere no dar a conocer su identidad. “Por eso mismo el gobierno hace todo lo posible antes de las elecciones para influir en los resultados, como descalificar a potenciales candidatos opositores o sembrar dudas sobre las reacciones ante resultados adversos”.

Los dichos del propio mandatario del pasado 17 de julio, hablando de “un baño de sangre” y de “guerra civil” en caso de una derrota electoral, sólo vienen a aumentar la ansiedad respecto de estos comicios. Pero a diferencia de 2013 o 2018, esta vez Maduro y los restos del chavismo no enfrentan sólo las críticas de la derecha latinoamericana, sino que también de los presidentes o ex jefes de Estado progresistas. Desde Lula da Silva de Brasil, Gustavo Petro de Colombia al Alberto Fernández de Argentina, todos han hecho un llamado a Maduro a aceptar los resultados de las urnas.

El temor no verbalizado de los gobernantes sudamericanos, sean de izquierda o de derecha, es que en caso de un victoria de Maduro, el éxodo venezolano se potencie.

Así como hace una década la derecha regional conjuraba los fantasmas chavistas para ganar elecciones nacionales, hoy con millones de venezolanos estresando los pocos recursos sociales de nuestros países, y algunos miles de ellos dedicados a la criminalidad en nuestros territorios, la poca buena voluntad que podía existir hacia el régimen venezolano se ha esfumado.

Hace más de una década que los países sudamericanos han absorbido a más de 7 millones de refugiados venezolanos, presionando los ya débiles servicios sociales en educación y salud de esos países.

En 2017 Sebastián Piñera y la derecha chilena basaron parte de su campaña presidencial en ‘Chilezuela’, asegurando que la centroizquierda podría convertir e Chile en una segunda república bolivariana en el continente. Pocos años después, la llegada de cientos de miles de refugiados venezolanos se convirtió en una crisis migratoria casi incontrolable y, en sus últimas oleadas a partir de 2020, dio inicio a un aumento de la criminalidad.

Un patrón similar ocurrió en casi todos los países del continente, que desde hace una década han absorbido a más de 7 millones de refugiados venezolanos, presionando los ya débiles servicios sociales en educación y salud de los países.

Por ello, hoy, sin importar el color político de los gobiernos de turno, muchos desean que Nicolás Maduro pierda las elecciones y, ojalá, reconozca su derrota. Al mismo tiempo, los gobernantes saben que, de perder y aceptar la derrota, tendrá que haber una negociación delicada. Después de todos los militares venezolanos y algunos altos funcionarios civiles y políticos lo pueden perder todo.



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