Este artículo corresponde al análisis editorial publicado con anterioridad en nuestro newsletter Reunión de Pauta, exclusivo para nuestros lectores.
El cerebro humano, nos dicen las ciencias cognitivas, está programado para generar siempre un orden, incluso en medio del caos. Las sociedades no son muy distintas y también anhelan establecer un orden en medio de un caos como lo puede ser una revolución, una guerra o migraciones masivas.
Como los eventos del 18 de octubre de 2019 en adelante han sido un desbarajuste cognitivo de proporciones para los líderes de la sociedad, estos han buscado desde el principio restablecer un cierto orden, aunque casi todos saben que ese no podrá ser la copia fiel del régimen social que se desconfiguró.
La clase política, y una parte importante de la población, creyó que en la madrugada del viernes 15 de noviembre de ese año se comenzó a recomponer -plebiscito y elección de constituyentes mediante- un orden que empieza a tener sentido para nuestro cerebro.
Pero en su apuro por generar certidumbre, ¿no nos estará engañado nuestra mente -y en especial los cerebros de las y los líderes? ¿Y si estamos muy lejos aún de hacer sentido de las profundas convulsiones sociales, cuyas primeros síntomas se remontan al menos hasta la revuelta de los pingüinos en 2006? ¿Qué pasa si el 18 de octubre chileno es como el 14 de julio francés, el acto de inicio de un largo y doloroso proceso de transformaciones?
El gran problema político-cognitivo sería entonces nuestro apuro por restaurar algo que se asemeje a ese orden conocido de los famosos 30 años. Basta con revisar la prensa tradicional y los actores políticos y empresariales que ahí aparecen para darse cuenta que muchos de esos cerebros no sólo se apuran demasiado, sino que no tienen respuestas y visiones que puedan generar una hoja de ruta hacia adelante.
Declaraciones como las del Ejército que habla de anti-chilenos, la obsesión con ver en muchas comunidades mapuche a terroristas, tratar de delincuentes a los que se manifiestan, castigar con clases de ética a empresarios inescrupulosos pero mantener en prisión preventiva a cientos de jóvenes, los constantes llamados a la unidad nacional de grupos supuestamente transversales que aparecen casi a diario en El Mercurio, son muestras de que una parte importante de la actual elite -pero no toda ella, por cierto- está más interesada en lo que Noam Chomsky llama “consenso manufacturado”, que en dilucidar de manera calmada hacia dónde pueden ir las cosas.
Un ejemplo de este apuro por restaurar algo que se parezca al viejo orden es la pre candidatura presidencial de Paula Narváez (PS). La inmensa y desproporcionada cobertura mediática que ha recibido esta ex ministra de Michelle Bachelet (que pocos recuerdan, por cierto) es un indicio de querer fabricar rápidamente un escenario conocido. Después de todo pertenece a la vieja Concertación y a la ex Nueva Mayoría, es decir a un juego político que todos conocían desde 1990 en adelante.
La mayoría de los columnistas otrora influyentes -como Carlos Peña, por ejemplo- hoy tienen nada sustancial que aportar a esta época histórica, más allá de su lamento restaurador y, en el caso del rector, un desdén casi obsesivo por la juventud.
El caso del lenguaje de la Guerra Fría del Ejército, el caso de Narváez, el caso de Peña, todos ellos ratifican algo que dice un amigo mío: Si les preguntamos a los mismos de siempre, tendremos las mismas respuestas de siempre.
Ciertamente, a todos nos genera confusión la incertidumbre. Pero tal vez sea el momento de aprender a convivir con ella, a prepararse porque esta década del 20 será, como los años 20 del siglo anterior, muy convulsionada. Pero al final, el país seguirá existiendo y las propuestas sólidas llegarán. Y tal como ocurrió hace un siglo, la nueva configuración social y política no será perfecta, pero será harto mejor que la que hubo antes.
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