La presentación de la Estrategia Nacional de Litio ha vuelto a abrir el debate sobre la pertinencia de la creación de empresas públicas para enfrentar los crecientes desafíos que enfrentamos como país. El corazón de la propuesta del Gobierno es la creación de la Empresa Nacional del Litio, por medio de la cual el Estado podría asociarse -manteniendo una posición mayoritaria- con privados para la explotación del mineral.
Desde el mundo empresarial las críticas se han centrado explícita e implícitamente en un argumento: la supuesta ineficiencia de las empresas estatales. Como ocurre en general con el debate público en nuestro país, esta discusión ha estado marcada por prejuicios, interpretaciones parciales y una ortodoxia que se niega a ver los hechos y las cifras.
En primer lugar, la evidencia acumulada muestra que la narrativa dominante no tiene sustento: no es posible afirmar que, ceteris paribus, las empresas privadas sean más eficientes que sus contrapartes públicas. La evidencia empírica no arroja resultados concluyentes que permitan afirmar que uno u otro tipo de empresa sea más eficiente que el otro. Más allá del tipo y estructura de la propiedad de las empresas, los aspectos más relevantes en la determinación del nivel de eficiencia de las empresas serían el marco regulatorio en el cual operan y el nivel de competencia que enfrentan.
La transformación productiva de Chile a partir de la década de 1940 fue precisamente promovida y liderada desde el Estado. Desde sus inicios en 1939, la CORFO fue la responsable de la transformación de la matriz productiva de nuestro país por medio de la creación de empresas emblemáticas como ENDESA.
Y en este último sentido, la evidencia en nuestro país claramente apunta hacia un comportamiento poco eficiente de las empresas privadas. La mayor parte de los mercados más importantes de nuestro país tienen una estructura oligopólica (es decir, con muy pocos vendedores), lo que facilita los acuerdos colusivos entre empresas y debilita la competencia. Han sido públicos y notorios los casos de colusión que han afectado a nuestro país. Las pérdidas de eficiencia producidas por la colusión son un resultado conocido y teorizado. Cualquier libro de texto de economía muestra que al manejar el nivel de producción (o directamente fijar el precio), un oligopolio produce en un nivel inferior (o vende a un precio superior) al socialmente óptimo, provocando significativas pérdidas en eficiencia.
En términos históricos, las omisiones del debate son aún más llamativas respecto del aporte fundamental que han hecho las empresas públicas al desarrollo de nuestra economía. La transformación productiva de Chile a partir de la década de 1940 fue precisamente promovida y liderada desde el Estado. Desde sus inicios en 1939, la CORFO fue la responsable de la transformación de la matriz productiva de nuestro país por medio de la creación de empresas emblemáticas como ENDESA (Empresa Nacional de Electricidad), ENAP (Empresa Nacional del Petróleo), la CAP (Compañía de Aceros del Pacífico) y LAN Chile (Línea Aérea Nacional), entre otras. Más tarde, en la década del sesenta, este impulso prosiguió con la creación de nuevas empresas como ENTEL (Empresa Nacional de Telecomunicaciones) y TVN, y de instituciones de capacitación y fomento como INACAP (Instituto Nacional de Capacitación) y SERCOTEC (Servicio de Cooperación Técnica).
La mayor parte de estas empresas fue privatizada durante la dictadura civil-militar. De esta forma, en buena medida se traspasó desde el Estado al sector privado la responsabilidad de innovar, emprender y adaptar la economía del país a los nuevos desafíos. Después de cuatro décadas en la que la iniciativa económica fue cedida mayoritariamente al sector privado, nuestra economía se encuentra entrampada en una matriz productiva extractivista y de bajo valor agregado.
Además de no promover la innovación, el gran empresariado -acostumbrado a la obtención de altas rentas gracias al modelo extractivista- ha tendido a bloquear la posibilidad de un nuevo modelo de desarrollo. Ben Ross Schneider, politólogo del MIT, señala que Chile -al igual que el resto de América Latina- exhibe una economía política dominada por grandes grupos económicos familiares, con intereses en distintos sectores de la economía. Con altos niveles de concentración del capital, estos grupos económicos familiares son los que en buena medida determinan el curso de nuestra economía desde su posición dominante en la jerarquía del sector privado. Es lo que Schneider denomina capitalismo jerárquico.
Como país este modelo de desarrollo nos ha llevado a un círculo vicioso de baja productividad y bajo crecimiento económico. Las cifras revelan que desde el año 2000 la productividad ha caído aceleradamente.
En este contexto, los autores Bril-Mascarenhas y Madariaga muestran que, a partir de 1990, la elite económica de nuestro país ha bloqueado sistemática y persistentemente la posibilidad de implementar políticas industriales. Sus altos niveles de cohesión, lazos con partidos políticos (especialmente con partidos de derecha) y recursos técnicos, le han permitido al gran empresariado frenar distintas iniciativas que buscaban promover de la diversificación de nuestra economía y la agregación de valor.
Como país este modelo de desarrollo nos ha llevado a un círculo vicioso de baja productividad y bajo crecimiento económico. Las cifras revelan que desde el año 2000 la productividad ha caído aceleradamente. Si durante los noventa el crecimiento de la productividad fue de un 2.3% anual promedio, hoy la tasa de crecimiento apenas aumenta a un 0.2-0.4% al año. Más aún, de seguir en la misma trayectoria el futuro no se vislumbra promisorio. En su Informe de Política Monetaria (IPOM) de diciembre del año pasado, el Banco Central revisó a la baja el PIB tendencial de nuestro país para ubicarlo en torno al 2% para el período 2023-2032. Es decir, nuestra capacidad está muy limitada.
Para crecer más, necesariamente debemos aumentar nuestra capacidad productiva. Para esto requerimos innovar e invertir muchísimo más en Investigación y Desarrollo (I+D). Algo que los grandes grupos económicos tampoco han estado dispuestos a hacer. Y aquí, de nuevo, las cifras son reveladoras. De acuerdo a la UNESCO, nos encontramos entre los países de América Latina con una menor inversión en I+D. Mientras desde el 2011 el gasto promedio en I+D en América Latina se sitúa en torno al 3%, nuestro país está invirtiendo exactamente diez veces menos. Durante la última década hemos estado estancados en niveles en torno al 0.3% del PIB, siendo el Estado la principal fuente de financiamiento de esa magra cifra (con un 48%) y las empresas aportando tan solo un 35% del total.
A todas luces las promesas del modelo neoliberal impuesto a partir de 1975 se han incumplido y nuestro modelo de desarrollo se encuentra agotado. En forma urgente necesitamos construir un modelo de desarrollo equitativo, eficiente y sustentable. Un desafío que como país, -con una economía en que la iniciativa la concentra el gran empresariado-, no hemos logrado abordar con éxito.
Ya en 2018 la OCDE nos advertía que nuestro país se encontraba extremadamente vulnerable a shocks externos debido a nuestra baja productividad y diversificación. Es urgente entonces que la nueva Constitución provea de un marco que permita fortalecer el rol del Estado.
Hoy la discusión sobre el rol de las empresas públicas no está sólo circunscrito a su rol en la explotación del litio. En la Comisión Experta que prepara el anteproyecto de nueva Constitución se están debatiendo distintas alternativas sobre el rol que tendrá el Estado en la creación y desarrollo de empresas. En este sentido, la enmienda presentada por comisionados de izquierda y centro izquierda va en el sentido correcto al rebajar el quorum requerido para la creación de empresas estatales. Asimismo, provee de un marco más flexible para que el Estado pueda desarrollar actividades empresariales en respuesta a un entorno caracterizado por crecientes incertidumbres generadas por crisis múltiples y simultaneas. Como lo demuestra nuestra historia, las empresas estatales pueden ser importantes vehículos de innovación, aumentos en la productividad y crecimiento.
No hay país que haya alcanzando el desarrollo sin tener un estado activo en el plano económico. Chile no será la excepción. Ya en 2018 la OCDE nos advertía que nuestro país se encontraba extremadamente vulnerable a shocks externos debido a nuestra baja productividad y diversificación. Es urgente entonces que la nueva Constitución provea de un marco que permita fortalecer el rol del Estado en la actividad económica para promover una economía más robusta, con mayor diversificación y productividad.
(*) Ignacio Schiappacasse es PhD en Estudios del Desarrollo por la Universidad de Oxford, académico de la Facultad de Economía, Gobierno y Comunicaciones de la Universidad Central
Comentarios
Excelente análisis, pero creo
Gracias Ignacio por tu lúcido
Menuda panfletada dogmática y
Es impresentable que no se le
No vengan con tonterías, el
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