A la memoria de Abraham Quezada Vergara,
investigador nerudiano y diplomático chileno
En 1966, la editorial Lumen publicó la primera edición de Una casa en la arena, con fotografías de Sergio Larraín. Era la primera vez que una obra de Pablo Neruda aparecía en estas tierras desde la legendaria edición de España en el corazón impresa en el monasterio de Montserrat por un grupo de milicianos bajo la dirección de Manuel Altolaguirre, a principios de noviembre de 1938, cuando la resistencia republicana empezaba a desplomarse en Cataluña.
Neruda empezó a escribir los textos que componen Una casa en la arena en 1956. No fue un año cualquiera ni en la historia del siglo XX, ni en el río caudaloso de su producción literaria. El profesor Hernán Loyola, el gran estudioso de su vida y su obra, ha señalado que los dramáticos acontecimientos de 1956 (el XX Congreso del PCUS y la invasión soviética de Hungría) clausuraron “el periodo de las certezas y de la plenitud proféticas en su poesía”.
A diferencia de otros intelectuales principalmente en Europa, Neruda mantuvo su militancia en el PC, en el que había ingresado el 8 de julio de 1945 en un acto memorable en el teatro Caupolicán y del que en 1969 sería candidato presidencial. Fue su poesía la que cambió y así, después de Las uvas y el viento (1954), un verdadero canto a los países socialistas, y el Tercer libro de las odas (1957), en 1958 publicó una de sus obras más irreverentes, Estravagario, y a fines de 1959 los Cien sonetos de amor, que señalaron la definitiva entronización de Matilde Urrutia como musa en la etapa madura de su vida.
Una casa en la arena es un compendio de textos breves en prosa y dos poemas (“Diente de cachalote” y “Amor para este libro”) que rinden tributo al horizonte que le acompañó durante tantos días de creación (ese mar que ruge y rompe sin descanso en las rocas de la playa de Isla Negra) y al lugar donde fue construyendo las más recordada de sus cuatro casas y está sepultado en un promontorio, junto a Matilde, desde diciembre de 1992.
A 120 años del nacimiento de Ricardo Eliecer Neftalí Reyes Basoalto en Parral, en el centenario de la publicación de aquella maravillosa edición príncipe de Veinte poemas de amor y una canción desesperada que imprimió Nascimento, a casi ochenta y cinco años de la llegada del Winnipeg a Valparaíso (con más de dos mil exiliados republicanos) y a medio siglo de Confiesto que he vivido (en el que relató un hecho absolutamente execrable que, sin embargo, quiso que conociéramos), de la mano de Una casa en la arena regresamos a Isla Negra... Y volvemos a leer a Pablo Neruda.
Una de las personas que el poeta evoca en este libro es Eladio Sobrino, de origen andaluz, quien a fines de 1938 publicó un anuncio en la prensa para ofrecer aquel terreno en venta. Junto con Delia del Carril, la Hormiguita, Neruda lo descubrió en febrero de 1939, acompañado también de dos grandes amigos: el doctor Raúl Bulnes y su esposa, Lala Calderón. “Llegué cuando esto estaba casi totalmente despoblado”, explicó al periodista Luis Alberto Mansilla en 1961, en una entrevista para la revista Vistazo.
Allí, desde principios de los años 40, creó su obra cumbre, Canto general, y, tras su regreso del exilio en agosto de 1952, vivió la mayor parte del tiempo que permaneció en Chile, hasta que aquel 19 de septiembre de 1973 Matilde Urrutia preparó su traslado en ambulancia a la Clínica Santa María, en Santiago, donde fallecería cuatro días después en unas circunstancias que aún hoy, después de trece años de investigación, la justicia chilena no ha logrado discernir.
Neruda amó aquella casa y disfrutó especialmente con sus amigos y visitantes de la taberna, a la que el 26 de abril de 1964 dio el nombre de “Alberto Rojas Giménez” (a quien había dedicado un bellísimo poema en el segundo volumen de Residencia en la tierra), el día en que también “bautizaron” a Vicente Lientur, hijo de los poetas Rubén Azócar y Práxedes Urrutia. En el techo de esta estancia (clausurada desde hace años para los turistas) Rafael Plaza, a quien en estas páginas llama “el poeta de la carpintería”, su compañero inseparable en las construcciones, el encargado de anclar los mascarones en esta casa-navío, grabó los nombres de algunos de los amigos que marcaron su vida. En sus vigas leí conmovido sus nombres un día lluvioso de agosto de 1997, en mi primer viaje a Chile: Federico García Lorca, Miguel Hernández, Nazim Hikmet, Paul Eluard…
En las páginas de Una casa en la arena también hallamos al escritor José Santos González-Vera (el primero que apreció el valor de Veinte poemas de amor y una canción desesperada, cuando a fines de 1924 señaló: “En algunos de sus versos, acaso escritos solo para alejar una pesadumbre, está el sentido de los que se escriben para siempre”…); a Homero Arce, su “hermano de cítara impecable”, su secretario durante dos décadas; o a Manuel Solimano, quien colaboró en su fuga a caballo por la cordillera en el verano de 1949, según el plan ideado por el republicano español Víctor Pey, pasajero del Winnipeg.
En este libro, cuidadosamente editado por la editorial Itineraria, el poeta también nos habla del ancla enorme depositada en el terreno exterior de su casa, de los mascarones (María Celeste, La Medusa…), del locomóvil o de la llave procedente de Temuco. Y, por supuesto, canta a ese océano frío y tempestuoso cuyas olas incansables le devolvían a la costa de Puerto Saavedra que tantas veces visitó en su infancia y donde su padre, José del Carmen Reyes, le obligaba a adentrarse en el mar para aprender a nadar hasta que hacía sonar su tajante pito ferroviario...
Esta edición incluye, además, algunas de las fotografías que Luis Poirot tomó al poeta en Isla Negra en 1969 y 1970, antes de que a principios de marzo de 1971 viajara a Francia para hacerse cargo de la Embajada de Chile… y recibir el premio Nobel de Literatura a fines de aquel año. Poirot aparece de manera recurrente en mis biografías; autor también de algunas de las fotografías icónicas de Víctor Jara y del presidente Salvador Allende, fue ayudante de dirección de Víctor en la obra de teatro Ánimas de día claro, escrita por Alejandro Sieveking y que estrenaron en 1962 con un éxito resonante.
Además, lo menciono en mi biografía del general Augusto Pinochet, porque cuando la dictadura prohibió a Joan Manuel Serrat la entrada a Chile en los días previos al plebiscito del 5 de octubre de 1988, el periodista Arturo Navarro, del diario La Época, y él le grabaron el mensaje que fue transmitido en la última concentración del No: “Compañeras y compañeros, lamentablemente hoy no pude estar con ustedes, como era mi deseo. En las calles de España, en el trabajo, se habla de Chile, se siente a Chile, porque España conoce cuán difícil es el camino de la reconquista de las libertades…”
A 120 años del nacimiento de Ricardo Eliecer Neftalí Reyes Basoalto en Parral, en el centenario de la publicación de aquella maravillosa edición príncipe de Veinte poemas de amor y una canción desesperada que imprimió Nascimento, a casi ochenta y cinco años de la llegada del Winnipeg a Valparaíso (con más de dos mil exiliados republicanos) y a medio siglo de Confiesto que he vivido (en el que relató un hecho absolutamente execrable que, sin embargo, quiso que conociéramos), de la mano de Una casa en la arena regresamos a Isla Negra... Y volvemos a leer a Pablo Neruda.
* Intervención en la presentación de Una casa en la arena en la Feria del Libro de Madrid el 12 de junio de 2024, de Mario Amorós, historiador y periodista español. Autor de la biografía Neruda. El príncipe de los
poetas (Ediciones B, 2015)
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Canto General, lo escribe
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