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Jueves, 17 de Julio de 2025
[Revisión del VAR]

Mundial de Clubes y la ilusión perdida. ¿Qué hacemos con nuestro fútbol?

Roberto Rabi González (*)

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Chelsea. Foto: ChelseaFC_Sp.
Chelsea. Foto: ChelseaFC_Sp.

Mientras en Europa los clubes invierten en tecnología, centros de alto rendimiento y academias que producen jugadores con un sentido táctico precoz, en Chile se discute si se debe pagar o no a los formadores. Las “juveniles” son vistas como un gasto y no como una inversión. Los cuerpos técnicos se reemplazan como quien cambia de camiseta, y los proyectos deportivos duran lo que tarda en llegar la primera mala racha.

El reciente Mundial de Clubes fue, una vez más, una constatación brutal: el fútbol europeo no solo nos saca ventaja; juega en otra dimensión. Las finales ya no son, como en los tiempos de la Copa Intercontinental, un evento en que se medían año a año fuerzas parejas. De hecho, los equipos de la Conmebol mantuvieron un leve predominio sobre los de la UEFA durante la vigencia de tal torneo que se fue diluyendo, pero se mantuvo hasta el final: tras la última versión de 2004, los europeos ganaron en 21 oportunidades y los sudamericanos 22. El campeonato que recién terminó con tres de cuatro clubes europeos en semifinales y una brillante final entre el PSG y el Chelsea, ni siquiera pareció una disputa entre clubes de diversos continentes, sino entre entidades millonarias del viejo continente y delegaciones esforzadas que representan a regiones enteras del sur global. El “Campeonato Mundial” de clubes es apenas una formalidad que ha consagrado, año a año, la desigualdad más flagrante que existe en el planeta fútbol: desde el año 2007, solo en una oportunidad ganó un equipo sudamericano (Corinthians 2012) y solo en 4 oportunidades han ganado clubes que no fueran ingleses o españoles (Inter de Milan, el AC Milán y el Bayern Munich, dos veces) el resto ha sido un verdadero duopolio de 13 campeones españoles o ingleses.

Se podrá decir que el Chelsea superó a un equipo aún más rico y poderoso sin despeinarse. Pero, si somos honestos, esta copa pudo haberla ganado cualquier otro de los cinco o seis superclubes europeos que gobiernan el balompié planetario con una combinación de capital financiero, redes globales de scouting y planificación estratégica. La diferencia ya no es solo táctica o física. Es política, estructural y económica. Y nos obliga a preguntarnos: ¿qué lugar ocupa el fútbol sudamericano en este esquema? ¿Qué lugar ocupamos nosotros, desde este confín del continente, donde generalmente solo miramos?

Chile, claro, ni siquiera aparece en esta discusión. Ya ni soñamos con que un equipo nacional clasifique al Mundial de Clubes. De hecho, nunca un equipo chileno ha participado; Colo-Colo fue el único es disputar una Intercontinental, en 1991. Y la perdió. El abismo entre Europa y Sudamérica ha crecido a tal punto que pareciera que jamás volveremos a estar allí.

Durante décadas, nos mentimos con que los campeonatos locales eran una cantera de talento y pasión. Hoy, la realidad es otra: estadios vacíos, torneos irrelevantes, dirigencias corruptas o inoperantes, clubes endeudados y un modelo de sociedades anónimas que prioriza la supervivencia empresarial por sobre la gloria deportiva. Mientras en Europa los clubes invierten en tecnología, centros de alto rendimiento y academias que producen jugadores con un sentido táctico precoz, en Chile se discute si se debe pagar o no a los formadores. Las “juveniles” son vistas como un gasto y no como una inversión. Los cuerpos técnicos se reemplazan como quien cambia de camiseta, y los proyectos deportivos duran lo que tarda en llegar la primera mala racha.

El resultado está a la vista: los equipos chilenos no compiten internacionalmente, los jugadores jóvenes emigran sin consolidarse, y nuestras selecciones sufren en todas las categorías.

¿Y la Conmebol? ¿Y la ANFP?

La Conmebol, en tanto, ha optado por hacer negocios. Grandes negocios. La Libertadores y la Sudamericana se han vuelto competencias cada vez más rentables, para unos pocos. Se reparte más dinero que nunca, pero la distribución es desigual, la organización opaca, y la prioridad sigue siendo el show, no el desarrollo del fútbol sudamericano, generándose una diferencia casi tan abismal entre equipos brasileños y argentinos y el resto de los sudacas, como la que existe entre aquellos titanes del Atlántico y los europeos. En Chile, la ANFP ha hecho del cortoplacismo una doctrina. Basta ver cómo se organizan los campeonatos: formatos que cambian año tras año, calendarios sobrecargados, horarios improvisados, y una desatención sistemática al fútbol formativo y al fútbol femenino. No hay un plan país, no hay una visión estratégica. Solo sobrevivencia.

Mientras en Inglaterra el Crystal Palace tiene más presupuesto anual que todos los equipos de la primera división chilena juntos, acá seguimos discutiendo si podemos jugar en pasto sintético o si los hinchas pueden usar bombos. El mundo avanza y el fútbol chileno está empantanado en conflictos domésticos que, además, se repiten desde hace 20 años. En este contexto, el Mundial de Clubes actúa como un brutal recordatorio de nuestro lugar en el mapa. Ya no es David contra Goliat. Es Goliat contra el primo lejano de David, desnutrido y sin onda. Ver los partidos entre europeos y sudamericanos —cuando suceden— es una experiencia frustrante: desequilibrio físico, presión asfixiante, toma de decisiones precisa contra errores no forzados, nerviosismo y ansiedad. Justo en esos momentos, se nos ocurre pensar ¿se imaginan un Real Madrid vs. Colo-Colo? ¿Un PSG vs. Universidad Católica? ¿Un Chelsea vs. Coquimbo Unido? No, imposible. Y tampoco deseable, no nos gustaría que nos embocaran más de diez goles.

El fútbol europeo es una industria globalizada. El sudamericano, un ecosistema fragmentado que sobrevive de vender barato y comprar los que se pueda con las monedas de baja denominación que se logre reunir. En Chile, ese panorama es aún más deprimente: somos proveedores de ligas medianas, ni siquiera de las top, y nuestros clubes se convierten en vitrinas precarias para futbolistas de paso. Por duro que suene, no cabe cuestionarse si podemos competir con Europa. Es evidente que no. Sí es razonable preguntarse ¿queremos volver a competir con algo de dignidad? ¿Estamos dispuestos a cambiar la forma en que gestionamos el fútbol? ¿A dejar de pensar en balances trimestrales y volver a pensar en fútbol?

Chile necesita un plan nacional de desarrollo futbolístico, serio, a largo plazo, sin populismos ni atajos. Inversión en infraestructura, profesionalización de las divisiones inferiores, calendario ordenado, políticas de fomento del fútbol femenino, y un sistema de licencias que obligue a los clubes a trabajar. Y sí, eso significa cobrarles a las sociedades anónimas deportivas por su inacción, exigirles más que un Excel ordenado, y recuperar al hincha como actor político del fútbol, no como cliente resignado. Y también lograr que la FIFA se convenza de que debe tomar medidas para evitar la desigualdad astronómica a que nos hemos referido. Todas las que sean necesarias.

El Mundial de Clubes no es solo un torneo más. Es el espejo que nos muestra quiénes somos en el planeta fútbol. Mientras algunos levantan copas con naturalidad, nosotros nos aferramos a recuerdos borrosos, a goles del pasado, a un casi – casi el 91. Pero la nostalgia no mete goles. Y tampoco clasifica a los mundiales.

Para qué hablar de ganarlos.

*Roberto Rabi González es escritor, abogado de la Universidad de Chile, profesor de Derecho Procesal y Penal e investigador de la Asociación de Investigadores del Fútbol Chileno (ASIFUCH).



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